Los premios Goya en su edición número 28, celebrada el pasado día 9 de febrero pasará a la historia por sus múltiples fallos de realización, sonido y, el más grave, un recuerdo póstumo equivocado que fue el colofón a una noche tediosa e insípida. Esta vez no tuvo ni el carácter de reivindicación política a la que nos tenía acostumbrados desde hace algunos años, salvo alguna cosa, como diría aquél.
La gala comezó ya con el run run de la sonora ausencia del ministro de educación y cultura a causa de un más que discutible compromiso que le impidió asistir al acto, aunque se sospecha que fue el propio ministro quien hizo todo lo necesario para no acudir y evitar así el mal trago al que le somete un gremio que ha sido seriamente castigado por sus medidas, sobre todo por la aplicación del IVA cultural. Sin embargo, la notoria ausencia fue más comentada en los momentos previos que una vez metidos en harina, exceptuando alguna que otra irónica dedicatoria que le ofreció algún actor como Javier Bardem. Con este halo de mal rollo y precedida de la soberana (nunca mejor dicho) actuación de la infanta Cristina el día anterior ante el juez Castro –ésta sí fue digna de un Goya- sobrevolando el evento nos podíamos imaginar que la ceremonia no iba a ser precisamente un fiestón por todo lo alto.
El gran triunfador de la noche fue David Trueba y su filme Vivir es fácil con los ojos cerrados quien, junto con los actores Terelu Pávez y Javier Cámara, se llevó los laureles del éxito y los Goyas más destacables. El resto transcurrió viendo las mismas caras de siempre, entre bostezos, momentos de humor, que no fueron muy exitosos, fallos de sonido, desafortunados planos de realización e irrefrenables deseos de que acabase cuanto antes y permitiera a los cinéfilos recuperarse hasta el año próximo.
Desde un tiempo a esta parte nos llevamos preguntando cuál será la causa de que la ceremonia de los Goya, que pretende rendir homenaje a nuestro castigado cine, se haya convertido sin ningún tipo de pudor en una burda imitación sin pizca de gracia de la ya de por sí ridícula gala de los Oscars de la academia de cine estadounidense, a la que se pretende copiar estilo, protocolo, vestuario, discursos y hasta algo tan genuinamente particular como el sentido del humor. El resultado es que a los españoles aficionados al cine nos provocan una cascada de bostezos que nos dejan las mandíbulas doloridas para el resto de la semana.
Es posible que si la academia de cine español y la organización se plantearan hacer una ceremonia de los Goya del cine español con una estructura reconocible por el público autóctono y se dejaran de tanta imitación, se dieran cuenta de que no es necesario forzar chistes malos ni risas precocinadas entre bambalinas para que la audiencia se interese por el buen cine que se hace en España, con o sin ayuda gubernamental.