Revista Filosofía

Los héroes de fukushima (¿existen “los demás”?)

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Como suele ser costumbre en este ámbito, Ortega pone con sus palabras el marco adecuado para la reflexión que hoy, por su perentoriedad, se nos impone: “Una moral de más quilates que la imperante no aceptaría el principio que nos mueve a evitar todo riesgo con el fin de hacernos arribar a nuestra muerte natural. Ésta es la muerte química, forzosa, involuntaria, como la de la bestia y la planta, tal vez la del mundo. Parece de mayor dignidad humana aprovechar el hecho y la fuerza que es la muerte usando de ella bajo el regimiento de la voluntad. Esta moral mejor había de advertir al hombre que posee la vida para exponerla con sentido”.
LOS HÉROES DE FUKUSHIMA (¿EXISTEN “LOS DEMÁS”?)
Se les conoce ya como los “héroes de Fukushima”: 180 hombres que en turnos de 50 están entrando a estas horas en la central nuclear de Fukushima, gravemente afectada por el terremoto y el posterior tsunami de Japón, jugándose la vida al exponerse a las muy probables emisiones radiactivas para salvar la de los demás. A la hora en que escribo, están intentando enfriar los reactores dañados y las posibles fusiones parciales del núcleo y así evitar el desastre. Durante el tiempo que permanecen en la central están sometidos a altos niveles de radiación perjudiciales para la salud, pero su marcha podría significar una catástrofe mundial. Gran parte de ellos son jubilados o trabajadores próximos a la jubilación de la central que se han ofrecido como voluntarios, porque, por edad, estando más próximos a la muerte, la repercusión de las posibles enfermedades a las que se exponen es menor que la que tendría lugar en los trabajadores más jóvenes. Muchos de estos trabajadores ya están heridos y son varios los que han muerto.
¿Por qué arriesgan su vida estas personas? ¿De dónde extraen los motivos para un comportamiento que a ellos personalmente en nada les beneficia?
Llevamos varios siglos dando pábulo a una manera de entender la vida cuyo presupuesto fundamental es que el individuo es la realidad básica del universo. La señal de salida hacia esa cultura (en muchos sentidos liberadora: la verdad es paradójica) la dio ya Guillermo de Ockham en el siglo XIV al afirmar que sólo existen los individuos, que toda realidad supraindividual es un artificio, un invento de la mente: no existe, pues, el bosque, sólo los árboles individuales. “Bosque” es un flatus vocis, un soplo de voz, una palabra, no una realidad objetiva. El posmodernismo dará a esa manera de entender la vida su expresión más acabada: no existe la realidad, sólo existen fragmentos de realidad. Seamos aún más concluyentes o descarnados: no existe la sociedad, sólo existen los individuos. Y yendo a lo concreto: los héroes de Fukushima son unos pobres despistados, unos locos suicidas o unos extravagantes a la búsqueda de una gloria que muy probablemente no podrán disfrutar. Si, como hoy se tiende a admitir mayoritariamente, el último motivo de nuestro comportamiento es el egoísmo (quizás un “sano” egoísmo), la vanidad o la búsqueda de algún modo de rentabilidad o directo beneficio personal (la “salvación del alma” en última instancia), ¿qué otra explicación podría tener eso que “parece ser” arriesgar la vida por los demás?
Todavía no ha llegado la hora de que se impongan otras filosofías que nos ayuden a entender mejor la sustancia de la que estamos hechos. Hegel, por ejemplo, lo puso difícil, porque su capacidad para hacerse entender no llega tan alto como lo hacen sus sublimes ideas. Y para colmo, Marx, un totalitario vocacional, se declaraba a fin de cuentas (después de ponerle “boca arriba”, decía) hegeliano. Pero podemos seguir el rastro de lo que Hegel nos va diciendo, e ir reparando en que nos lleva hacia las respuestas que buscamos: “Debemos buscar en la historia un fin universal, el fin último del mundo, no un fin particular del espíritu subjetivo o del ánimo”. “La muchedumbre de las particularidades debe comprenderse aquí en una unidad”. “Todo parece pasar y nada permanecer (…) Pero otro aspecto se enlaza en seguida con esta categoría de la variación: que una nueva vida surge de la muerte”. “Ahora bien (…): ¿cuál es el fin de todas estas formas y creaciones? No podemos verlas agotadas en su fin particular. Todo debe redundar en provecho de una obra”.
No estamos en la vida sólo para servirnos a nosotros mismos, sino para, saliendo de dentro hacia fuera, ponernos asimismo al servicio de una tarea, de una “obra”, de una finalidad que nos trasciende. O como dice María Zambrano: “Mi realidad depende de otro”. Cuando rehabilitemos estas ideas, dejaremos de hacer esas retorcidas interpretaciones de las cosas que nos llevan, por ejemplo, a entender que los hijos son un estorbo para nuestro desarrollo personal, que la patria es un concepto fascista o que la vida hay que conducirla según el principio del carpe diem y de que, de manera absoluta, hay que buscar el placer y huir del dolor. Llegará así el momento en el que podamos entender a Ortega cuando dice: “Quien siente menos apetitos vitales y percibe la existencia como una angustia omnímoda, según suele acaecer al hombre moderno, supedita todo a no perder la vida (...). Por otra parte, el valor supremo de la vida (como el valor de la moneda consiste en gastarla) está en perderla a tiempo y con gracia”. Y aun entenderemos a nuestro filósofo cuando eleva sus reflexiones hasta esta gran altura: “Sé no existir, tal vez la ciencia más difícil de todas”.
O esto o dejará de haber héroes como los de Fukushima.Y entonces sí tendrá razón el comisario europeo de Energía, Günther Oettinger: habrá llegado el Apocalipsis.

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