Uno de mis poemas favoritos lo escribió el gran Ernesto Sabato (Sobre Héroes y Tumbas). No es nada especial lo sé, pero como siempre pasa en la poesía me transporta a otro mundo, quizás ya lejano u olvidado donde recuerdo demasiadas sensaciones. Lo divertido del arte poético es que cada cual saca sus propias conclusiones; quizás no tengan nada que ver con las de los demás lectores y, casi con total seguridad, no se acercarán ni a la más mínima parte de lo que quería expresar el autor, pero esa libertad de absorción es lo bello de la lírica.
Este poema es especial porque, a parte de la evidencia de ejemplificarnos un escritor en su estado más crudo, habla de aspiraciones, tal vez sueños lejanos o fogonazos de genialidad no palpables a simple vista; todo esto sumado a vuestras propias impresiones querid@s amig@s, con el peso que eso ya conlleva, se convierte en un potaje de pensamientos que cada cual sazonará a su gusto y libre albedrío. No desesperen, no les estoy dando una clase de poesía para aficionados, ya verán como al final todo cuadra. Y de cuadrados vengo hoy a hablar, con sus líneas de cal bien marcadas y, como decía Chillida, en un espacio bidimensional que se vuelve tridimensional cuando alcanza las porterías, razón de más para que los cancerberos sean los entes más raros del "deporte patrio".
A mi corta edad ya he olvidado muchas cosas, no sé dónde hice mi primera excursión, no recuerdo en qué gasté mis primeros ahorros y olvidé cómo se llamaba aquel peluche; sé que era un oso pero debería tener un nombre, todo tiene un nombre... Pero la primera vez que degusté la dulce sensación de meter un balón entre los tres palos, eso no se me olvida. Recuerdo la jugada, fue larga y enmarañada, a modo del más puro calcio italiano, que sólo los niños pueden superar en su inconsciencia táctica, ya me entienden, todos detrás del balón, un rebote y de repente un inmenso vacío delante, entre mí pie, el balón y la red. Fue jugoso, lleno de absurda incredulidad y quizás, con los años, adornado por mi infantil mentalidad pero fue gol, un golazo...
A partir de esto todo fue rodado, la droga ya había causado su efecto y, pese a que ya conocía los equipos y sus jugadores, fue al practicarlo cuando comprendí la grandeza de este deporte. No vengo a hablar de fanatismos, soy culé al igual que otros merengues, colchoneros o verdiblancos... Todos idolatrábamos a los Guardiola, Raúl, Kiko o Alfonso. Hoy quiero traer del recuerdo el olor a sudor, la llegada a los vestuarios de nuestros equipos infantiles, el intento de creernos vencedores aunque luego nos metieran una docena y el orgullo de ver nuestras rodillas magulladas tras la merecida ducha. Hemos comparado heridas, hemos presumido de trofeos y nos ha dado una rabia inmensa que no nos la pasaran.
Pasaban los años y, es lo triste de la vida, las ilusiones se priorizaban a modo de novi@s, estudios o trabajo, dando paso a pachangas semanales, ratos inesperados o hasta a la sustitución por fríos gimnasios y solitarias sesiones de running. Un@ comprende bien esto cuando se da cuenta que la mayoría de los jugadores a los que idolatra son un par de años menores y, triunfos como los de la Eurocopa o el Mundial, a la larga lo desilusionan por creer haberlo visto todo. Son gestas como las del Mirandés las que nos traen el recuerdo del amor al deporte puro, más aún si la musa del fútbol desea que sea el viejo Athletic, el único que mantiene ciertos cánones clásicos, quien no quiera verse domado por los jugadores rojillos, que tienen más de español medio que de futbolistas.
Hoy se enfrentan dos equipos, uno de primera que da la sensación de que unos colegas pueden llegar a la élite y, el otro, de Segunda B que da la sensación de que unos colegas pueden jugar en la élite. El resultado a estas alturas es lo de menos y lo demás, las portadas y la sensación de animar al pequeño por beneficio propio, es sólo un aliciente de lo que rodea al fútbol, el espectáculo mediático. Pero eso poco importa porque, como a Sabato, no nos avisaron de ello cuando éramos pequeñ@s.