Revista Cultura y Ocio

Los hijos

Por Calvodemora

A menudo los hijos se nos parecen y así nos dan la primera satisfacción. Serrat compuso una emocionada contribución a la teoría de que hemos venido a la tierra a perdurar en ella, aunque sea por delegación cromosómica. Hay hijos de una lealtad que apenas flojea, a pesar de la dificultad de ejercer de padre a tiempo completo y los hay desagradecidos, escasamente motivados a modelar su oficio o a registrar en la inventada acta de la vida su complacencia por haber sido tutelados (amados en los casos más nobles) o por no desfallecer en el trajín de educarlos allá como cada uno pueda o sepa. También hay padres alojados en ese binomio fidedigno, constatable, alojado en la epidermis misma de nuestra condición más humana. Es trabajoso ser hijo o ser padre. Una de las convicciones más sólidas es la de consolidarse en ambas disciplinas. No se deja nunca de ser una cosa o la otra. La mayor parte del tiempo las dos obstinadamente a la vez. Cuadra que esa empresa flaquee, no siempre se ajuste a lo previsto. La paternidad no tiene descansos, exige continuas revisiones, te impone la favorable certeza de no estar solo y de burlar la ominosa sensación de que puedes dejarte ir, como a veces sucede. El atributo de la paternidad acarrea esa responsabilidad, ese no mirarse uno tanto, también eso sucede con harta frecuencia.
Dicho así, se antoja que no traer descendencia al mundo es una contrariedad, una falta o un roto en la armonía del espíritu: no es tal cosa. La decisión de tener hijos o de no tenerlas es soberana, insobornable, no tiene nada que hacer en esa voluntad ninguna creencia religiosa. Pero la contraria, la de traerlos, contando cuanto de ella nos postra y agota, es maravillosa. Hace que vivir merezca todavía más la pena. Quien lo probó, lo sabe, suele decirse. Willy Wonka, el personaje de Dahl en Charlie y la fábrica de chocolate, decía que la familia no es buen lugar para tener un ambiente creativo. Tiene su parte acusa la frase, guarda cierta verdad, pero es falsa: somos familiares, es la condición primaria de la existencia, la de tener raíces y vínculos. Borges repetía (en libros y en conferencias) que los espejos y la paternidad eran abominables al duplicar la realidad. Bendita repetición.
Los locos bajitos de Serrat deben continuar en su trajín, mal que pese a quien abandona al suyo por vigilar el ajeno. Una de las cosas más incomprensibles (y dolorosas) es la de creer que los hijos se crian solos. También la de pensar que nos pertenecen y todo cuanto les incumba exige atención nuestra. Ni lo uno ni lo otro. Los hijos (habrá quien discrepe, sea o no padre, los segundos con más argumentos) no son propiedad de quien los trajo al mundo. Extensión suya, más atinadamente. He visto padres extremos en el cuidado y padres desentendidos. También hijos con ese perfil extremo, del tipo que obedece sin chistar o del que a nada le da carta de obediencia. La escuela es un excelente escenario sociológico, pero no es el único. Cargan con nuestros dioses (sigo copiando la letra de la canción) y no siempre les permitimos decidir, aun a vista de equivocarse. Nosotros mismos fallamos (uso el pretérito y el presente) en la empresa de vivir como para pedirles que cumplan a satisfacción de quienes no siempre pueden o desean hacerlo. Duele la apatía de algunos padres, no que anden descaminados, ni que yerren, sino la creencia de que solo han de ocuparse de alimentarlos y vestirlos, darles techo (esa expresión es antigua) y llevarlos al médico cuando enferman. Esa es la parte operativa, no la única. Al hijo se le habla, se le enseña a pensar por cuenta propia, aunque ese escrutinio personal no coincida en ocasiones con el de uno.
Luego puede irse todo de madre (frase hecha que ensambla bien con el hilo de la reflexión) y no haber consensos ni respeto a ciertas normas absolutamente ineludibles. Mientras que estés en esta casa, harás lo que yo diga, suele escucharse. Cuando seas padre, comerás huevos. Esa última la he tenido en casa, de joven, muchas veces. El huevo prometido suele salir caro a veces. Hay quien repite el patrón que se le asignó y le da ese matiz de premio o de cosa merecida. Al final, pues todos los trabajos finalizan, nos abandonan. Dejar de ser padres no sucede nunca, tampoco desvestirse del traje de hijo, pero el contrato tiene su cláusula de inicio y su finiquito. Se van, deben irse. Vendrán a vernos, nos confortará ver que les va bien y que su vida no es, en parte, cosa nuestra, asunto del que preocuparse como antaño. Ojalá sea así. Harán de padres cuando su criterio prevalezca sobre el deteriorado nuestro. Es hermoso ese ir y venir de las cosas del espíritu , ese relevo inevitable.
Adenda
El de la vida es un viaje tan extraordinario que debemos inclinar nuestra cabeza en señal de gratitud ante cualquier evidencia de su paso. Se da tan de por hecho que es nuestra que no apreciamos su prodigioso inventario, su rendición de causas y azares. La miramos poco, no atendemos a su esplendor.

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