Revista Comunicación
Hace unos meses era un ex jugador de tenis. Tras varias operaciones, pensó que no volvería estar en un court. Retomó el circuito de a poco, con alguna victoria importante, pero sabiendo que su revés no tenía la pimienta de entonces y que daba mucha ventaja con el físico al no hacer pretemporada. Llegó a Río para darse un gusto, jugar un par de partidos y ver qué pasaba. El sorteo le jugó sucio: el número uno del mundo en la primera ronda. ¿A qué podía aspirarse? A tratar de jugar lo más dignamente posible y volverse temprano a casa. Juan Martín Del Potro no sólo le ganó a Novak Djokovic ese partido sino que siguió la racha hasta la medalla de plata, dejando a Rafael Nadal atrás, y jugar un partidazo con Andy Murray. Sonrió al final. Estuvo en la sombra y volvió.
Hace un año, luchó por su vida contra un cáncer que le robó un pulmón. Pensar en Río, a los 54 años, era una utopía. No sólo se recuperó y volvió al mar, su pasión. Colgado a la vela, vino a Río a festejar con sus hijos que competirían en estos Juegos. Las regatas se sumaron y llegó a la última, la que daba los últimos puntos por partida doble, mirando desde la cima de la primera posición. La regata decisiva lo vio con dos penalizaciones, luchando desde atrás, leyendo los vientos para llegar sexto y arrebatar una medalla dorada que no se atrevió a soñar, una medalla que se le vino negando desde que debutó en Seúl 1988, con un noveno puesto. En Río, en dupla con Cecilia Carranza, Santiago Lange fue otro que volvió de la noche.
Siempre estuvieron a la sombra de las Leonas. Los éxitos se negaron a un grupo que trastabilló varias veces, demasiadas, en puestos decorosos pero lejanos del podio. Masticaron la bronca, se prepararon con obsesión y sin descanso, creyeron en dejar su marca en la historia y batallaron para lograr un pase a cuartos jugando una excelente etapa de grupos en la que recibieron menos que lo merecían. Y a partir del primer cruce, empezaron a escalar la cuesta, haciendo historia en cada partido pero sabiendo que la meta brillaba como el oro. Llegaron a la final, tras eliminar por goleada al campeón olímpico. Y se deshicieron de la revelación del torneo, con un 4 a 2 que los vio sentados en el fondo del arco, haciendo historia. Se jugaron, abrazados en círculos, que el triunfo no los iba a cambiar. Que este hito del hockey nacional tenía que servir para cambiar las cosas y para unir a un deporte que está dividido. También ellos caminaron, decididos, de la noche a la luz.
Tres ejemplos de un emotivo Juego Olímpico, recién cerrado y que ya se extrañan. Tres historias argentinas que se sumaron a tantos anhelos, a pequeñas hazañas, a esas glorias que pueden marcarse en el campo deportivo.
Uno, recibió la pelota de su último partido en los Juegos Olímpicos. Fue Manu Ginóbili que recibió el afecto y la honra de su tribuna, de sus compañeros y de sus rivales. Otro, no pudo disimular una mueca de disgusto cuando ganó con holgura la última carrera de los 200 metros que iba a correr en un juego. Usaín Bolt entraba en la historia grande pero comprendía, cuando quiso exigir a sus piernas, que éstas ya no podían darle la velocidad de sus primeros juegos. Bolt entendió en ese momento de gloria que se estaba yendo de las pistas definitivamente. El último, voló en el agua y levantó la última cosecha de oro y plata. Era hora también de retirarse, de ver crecer a su hijo y de asimilar que los Juegos Olímpicos forman parte, ahora, de su pasado. Michael Phelps dejó el agua y entró en la historia.
Tres nombres que dejaron su huella en la historia de los Juegos y que dijeron adiós en Río 2016.
Dos reflexiones dejaron estos primeros juegos en tierras latinoamericanas. Una, la cantidad de pavadas que se dijeron antes de los Juegos, el despectivo tono desde el centro y las catástrofes profetizadas nunca llegadas. Los Juegos pasaron, más que aceptablemente, con errores, por cierto, pero muy lejos del papelón o la impericia augurada. Brasil organizó (con todos los problemas políticos y económicos que afronta) un muy buen Juego Olímpico. Y merece que se le dé crédito por eso, especialmente desde aquellos sectores que no tuvieron vergüenza en agitar el fantasma de un bochorno que nunca sucedió.
La otra reflexión, es la sensación que estos Juegos cierran una etapa en la historia de la competencia. Que fue una repetición de Londres 2012, con los reinados extendidos de Bolt, Phelps, Farah, pero que Tokio va a ser la puesta en escena de la nueva generación que toma la posta con la duda de si habrá alguien capaz de llenar esos zapatos tan grandes que dejan de legado.
Esa pátina emotiva que embargó los Juegos, tal vez se explique por esa sensación de que estábamos despidiendo a tipos muy grandes, relegados por el paso inexorable del tiempo. Era un adiós que no podía disimularse por la sonrisa de un nuevo (sí, nuevo) pero último éxito final.
Ahora a esperar cuatro años. Cuatro años para que empiece otra vez la fiesta soñada.