Artículo publicado en: “El lenguaje de la memoria”. Shangri-La. Derivas y ficciones aparte, nº 11, Enero-Abril del 2010, ISSN 1988-2769, volumen 1, pp. 210-217.
Convertidas en preocupación central de nuestra época contemporánea, Memoria e Historia son sometidas a rigurosos estudios que tratan de desentrañar los porqués de tal preocupación. Siguiendo la línea marcada por el fenómeno inflacionista de la imagen, dichos estudios[1] parten y concluyen de lo que se han venido denominando políticas de museificación construidas alrededor del monumento y el documento. Aunque no es lugar para cuestionar dichos estudios, el presente ensayo tratará de aportar algo nuevo a la preocupación por la memoria y su lenguaje centrando su atención exclusivamente en la imagen contemporánea.
Esta, bien sea cinematográfica o informática, se ha convertido en el entorno mayoritario con el que relacionarse con el mundo. Presente en todo momento y en todo lugar, la imagen se ha constituido como documento de si misma, portando sobre su propia forma una inabarcable cantidad de gestos, acciones, símbolos y, por supuesto, memoria adquirida tanto de forma voluntaria como involuntaria. La forma de la imagen contiene esa memoria a la que no se le presta atención, pero que se va acumulando bajo sus relieves hasta que comienza a latir de forma sorpresiva. De esta manera se convierte en una amenaza que puede golpear de forma imprevista a la realidad de la que fue tomada.
El objetivo que nos proponemos es dibujar una sintomatología de la imagen contemporánea, escuchando los latidos de sus formas a partir de una serie de imágenes cinematográficas autoconscientes y autoreflexivas de lo que contienen en si mismas, ejemplificando perfectamente lo que está pasando en el entorno de la imagen. De la imagen que nos ha tocado vivir.
Antecedentes.
¿Realmente el acontecimiento que marcó el siglo pasado fue la Segunda Guerra Mundial? Evidentemente si. Pero la enunciación de esta pregunta tiene la intención de señalar las representaciones que se realizaron de forma masiva tras el conflicto, tratando de cerrar las heridas que iban a quedar abiertas en el tiempo. Godard fue el primero que observó este fenómeno, culpabilizando al cine por no haber estado presente donde se le suponía. Sobre esa ausencia se construyeron las representaciones cinematográficas post-conflicto impulsadas por un sentimiento de urgencia derivado de la elusión de la responsabilidad supuesta posteriormente. La representación como redención de la realidad consiguió hacer presente todo lo que quedo irresuelto tiempo atrás, tratando de imposibilitar el olvido.
Pero, ¿qué es lo que se podía olvidar? ¿El acontecimiento o el no haber estado allí? En ese lugar que separa el hecho de su sentimiento es donde se situaban las representaciones que, además, encontraban la frontera que no podían traspasar en su propia temática, ya que todo lo representado se sacaba del mismo cajón donde había quedado el imaginario del conflicto. Aunque la inventiva, la mentira o la reescritura libre fueran parte del ejercicio de memoria, su origen era fácilmente identificable, reconociéndose las fronteras en el marco ofrecido por la Historia común y el tiempo en que tuvo lugar.
Sin embargo, a comienzos de este siglo iba a darse un contexto propicio para que se produjera un giro decisivo en lo memorístico. La aparición de las herramientas digitales de democratización de la imagen que han hecho posible que todo pueda ser registrado por cualquiera, compartiendo el mismo tiempo en que se producía el gran acontecimiento histórico del 11 de Septiembre de 2001, consiguió reconfigurar, mediante delegación, el espíritu que caracterizaba a la representación de estar todo presente por el de hacerlo todo presente.
Aunque dicha fecha ha quedado como el momento en que la ficción volvió a su propia realidad diluyendo en su retorno la frontera que las separaba, sería aun más correcto señalar que a lo que realmente asistimos fue a una delegación de la representación en sus funciones. Esta, agotada de suturar las heridas de un pasado que no pudo ser resuelto, en su retirada consiguió transmitir al inconsciente colectivo la necesidad de presentificar la realidad aprovechando el miedo generalizado a abrir nuevas heridas que no podrían ser cerradas. Así, tanto el cine, cada vez más documental, y cualquiera que tuviera una cámara en mano, pasaron a registrar la realidad en tiempo real en una forma tan preventiva como para que con el exceso de imágenes no se diera lugar a un sentimiento de culpa por no haber estado allí. Por no haber estado presente en el lugar donde algo podría suceder.
Pero hacerlo todo presente ha conllevado unas consecuencias desastrosas. La urgencia del cine por documentar, concienciar o testimoniar, junto a la ingente cantidad de registros amateurs que se encuentran siempre disponibles en páginas como youtube, además de estar impulsados por el mismo sentimiento de presentificación, se basan en la construcción de imágenes directas, eficaces, casi involuntarias, que no están sujetas a reflexión, ni previa, ni en su registro y mucho menos en su posterior ensamblaje. Simplemente son imágenes con la intención de hacerlo todo presente, de estar allí. Pero la prisa, la precipitación por no cometer errores del pasado, olvida pensar en la cantidad de memoria que van recogiendo las imágenes por ser esta inesperada y desconocida. El esfuerzo que supondría su reflexión queda anulado por el impulso de seguir registrando con la promesa de que algún día pueda ser utilizada. La imagen como memoria inmediata no piensa más que en su intencionalidad, dejando escapar lo que aparece como nuevo o lo que es atravesado por algún vector temporal olvidado.
La inmediatez ha conseguido solapar imagen y memoria, convirtiéndolas en la misma cosa. Por eso las obras cinematográficas más interesantes de este siglo abordan una reflexión sobre la propia forma, tratando de rastrear lo que acumula, donde, como, y sobre todo, como puede volver a la realidad. Si las consecuencias de la vuelta de la ficción a la realidad fueron desastrosas, ¿cómo puede volver algo que desconocemos? ¿Cómo puede volver algo a lo que no hemos prestado atención en su fabricación? ¿Cómo se relaciona esta memoria con la memoria fabricada de forma razonada anteriormente?
Trataremos de encontrar la respuesta a estas preguntas siguiendo los trazos que ofrecen las imágenes que se piensan a si mismas de algunas de las películas más significativas del presente siglo, rastreando los latidos de la memoria que contienen en sus formas y como están presentes en ellas los ecos y las amenazas de las imágenes del mundo construidas desde los sentimientos de miedo y urgencia.
Cloverfield (Matt Reeves, 2008)
Resulta asombroso comprobar como una película estrenada en los circuitos hipercomerciales y en apenas 80 minutos de metraje consigue sintetizar algunas de las cuestiones más interesantes referidas a la imagen como memoria en forma de aventura épica construida desde el punto de vista de una filmación cámara en mano amateur, de un grupo de amigos que ve interrumpida la fiesta de despedida de uno de ellos (Rob) por un monstruo del que no se sabe como o de donde ha aparecido. Solamente que está devastando la ciudad de New York.
Con el monstruo en escena, el grupo de amigos encabezado por Rob, (homenajeado en la fiesta por su inmediata partida hacia Japón) emprenderán una marcha por las calles de New York en las que se ha declarado el estado sitio, para rescatar a Beth (amor frustrado de Rob) del piso en el que ha quedado atrapada. En su aventura, la cámara sufrirá pequeños accidentes que nos dejaran ver que todo lo que se va registrando en tiempo real se está haciendo sobre una cinta en la que se va borrando simultáneamente el único momento en el que Rob y Beth pudieron consumar su amor en un tiempo pasado.
¿Cuál es el principal efecto del registro continuo de la realidad? La homogenización de la imagen que confiere a todo lo que aparece en ella el mismo relieve. Siempre presente, al mismo nivel, con la misma importancia y dando lugar a unas preocupantes consecuencias. Por un lado nos encontramos con una ingente cantidad de imágenes del pasado convertidas en residuales por efecto de la homogenización retroactiva conferida por las de nueva construcción. Por otro nos encontramos con una enorme cantidad de imágenes desechables, a las que se las debe dedicar cada vez más espacio para almacenarlas aunque no se las vaya a prestar atención. Así tenemos siempre imágenes perpetuamente nuevas, que tratan de borran o desplazar a sus precedentes y que contienen una memoria desconocida que se va acumulando y escondiendo en su propia forma sin que podamos acceder a ella gracias al continium de la superficie que las parapetan.
La aparición del monstruo solamente es posible en un contexto que le favorece. Aunque la referencia al 11-S es evidente, Cloverfield no apunta a lo mismo: si el acontecimiento real fue registrado por completo, en la ficción, a pesar de serlo y de disponer de todos los medios para su registro, filmar al monstruo resulta imposible. Registrar la totalidad de su cuerpo es imposible, y mucho menos sostener un plano por más de un segundo. Su cuerpo fragmentado solo podrá ser observado con fallos de registro, como son los innumerables barridos de cámara que pueblan el metraje.
El monstruo, al que podríamos denominar como ficción 2.0, nace de un marco saturado de forma imprevista. Su origen no es un lugar físico, ni a pesar de su tamaño tiene un origen visible. El representa el golpeo de la memoria desconocida. La que hemos acumulado de forma miedosa para paliar los por si acasos. Hacerlo todo presente desplaza la mirada a la superficie. Se descuida pensar con profundidad, quedando la memoria descontrolada. No sabemos como funciona, se recompone, se organiza o se relaciona con la memoria de su pasado.
Cloverfield alerta sobre el peligro que puede entrañar el nacimiento de una ficción autónoma de la memoria desconocida y obviada. Si ya conocemos los efectos del golpeo de la realidad por la ficción que construyó la humanidad de forma consciente, solo podremos, de momento, llegar a imaginar las consecuencias de esta nueva ficción dándole la forma reconocible de un monstruo y colocándolo en el escenario que sufrió el ataque de la ficción, buscando con ello que la reminiscencia haga saltar las señales de alarma sobre el peligro que entraña la memoria descontrolada.
[1] Pienso en los trabajos de Andreas Huysen y Gérard Wajcman