Revista Filosofía

Los liberales en la guerra civil

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
(Publicado en El Correo de Burgos el 20-X-2009)
Una exitosa aunque falaz propaganda política ha conseguido asentar en la conciencia colectiva de los españoles la idea de que en nuestra Guerra Civil se enfrentaron, por un lado, el bando de las derechas autoritarias y fascistas y, por otro, el bando republicano, que representaba a la democracia. Pero es esta conclusión el resultado de una visión distante y grosera, de forma que, si activamos el zoom de la aproximación a los hechos, resulta fácil detectar que, desalojados de su ámbito natural de moderación y racionalidad por una situación histórica sólo apta, al parecer, para los extremismos, sobrellevaron, en ambos bandos, su atribulada condición los mejores representantes de una España liberal que, para un largo período, no tuvieron más remedio que soterrar sus ideales y conformarse, en el mejor de los casos, con sobrevivir. Por otro lado, el supuesto bando defensor de la democracia tampoco fue tal, pues, cuando se hizo alguna claridad en el caos de unas calles controladas por las milicias de los diversos grupos políticos, fue para que el poder lo asumiese, cada vez de una manera más nítida, un Partido Comunista totalmente sumiso a las directrices que Stalin marcaba desde la Unión Soviética.
Aun con conciencia de que ese no era su lugar, obligados a elegir, buena parte de los liberales españoles acabaron decantándose, si así se puede decir, a favor del bando nacional. Muchos de ellos habían colaborado activamente a que llegara la República en abril de 1931: Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, por ejemplo, habían fundado la Agrupación al Servicio de la República, que ejerció una gran influencia, y por la que los tres personajes fueron llamados “Padres espirituales de la República”. Marañón incluso había prestado su domicilio para que se llevara a cabo la histórica reunión entre Alcalá Zamora y Romanones en la que se decidió la salida de España de Alfonso XIII y la proclamación de la República, tras conocerse los resultados de los comicios municipales. Y, sin embargo, el ilustre doctor en Medicina, precursor de la Endocrinología (fue el primer catedrático de esta disciplina), acabó huyendo de la barbarie desatada en el bando republicano a finales de 1936 y declarando su apoyo al alzamiento. Exiliado en París, en 1942 obtuvo el permiso para regresar a España.
Algo semejante ocurrió con Ortega, que asimismo huyó de Madrid, aun estando gravemente enfermo, en julio del 36, días después de sufrir la coacción de los milicianos para que firmase un manifiesto oponiéndose al alzamiento. No volvería a España hasta 1945, aunque el nuevo régimen le impidió recuperar su cátedra de Metafísica. Ramón Pérez de Ayala, por su parte, llegó a ser nombrado director del Museo del Prado por los regidores republicanos, pero, descontento del cariz revolucionario que iba imponiendo en España el Frente Popular, dimitió en junio del 36, semanas antes del alzamiento, y se exilió al iniciarse la guerra. Dos hijos suyos se alistaron en el Ejército Nacional. Tras varias esporádicas visitas, volvió a España en 1954, y, a pesar de sus intentos de congraciarse con los nuevos gobernantes, éstos le desdeñaron y durante un tiempo impidieron que sus libros circulasen libremente.
Asimismo, un intelectual de la talla de Miguel de Unamuno se declaró en principio favorable al alzamiento, aunque, a la vista de la crueldad represiva del nuevo régimen, se retractó de ello en el acto de apertura del curso académico en octubre del 36 en la Universidad de Salamanca, de la que era rector, en donde respondió valientemente con aquello de “¡venceréis, pero no convenceréis!” a las proclamaciones necrófilas de Millán Astray y los suyos. No olvidemos tampoco a Pío Baroja, que, a pesar de su furibundo anticarlismo, prefirió situarse también en el bando rebelde. Ni a Dionisio Ridruejo o Pedro Laín Entralgo, que, después de militar en el bando nacional, adoptaron una actitud crítica frente a la dictadura.
En el bando republicano militaron liberales de la envergadura de Julián Marías, que colaboró con sus editoriales en el ABC del Madrid republicano en el golpe que contra el prosoviético presidente Negrín protagonizaron el coronel Casado, el que fue su querido profesor, el socialista Julián Besteiro, e incluso el anarquista Cipriano Mera. Era ya marzo de 1939, y Franco, vencedor de la guerra un mes después, no tuvo ninguna generosidad con aquellos que se rebelaron contra Negrín.
Salvador de Madariaga, que había sido Ministro de Instrucción Pública en 1933 y también Ministro de Justicia, se exilió en Londres al comenzar la guerra, y desde allí se convirtió en un destacado opositor al franquismo, organizando todo tipo de campañas en contra del dictador. No volvió a España hasta 1976, tras la muerte de Franco. Y sin embargo, dejó escrito que “con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”, y que en los meses anteriores al alzamiento “el país había entrado en una fase claramente revolucionaria. Ni la vida ni la propiedad estaban a salvo en ninguna parte”.
Claudio Sánchez Albornoz, liberal, anticomunista y el mejor de nuestros historiadores, fue durante la República Consejero de Instrucción Pública, Vicepresidente de las Cortes y Ministro de Relaciones Exteriores. Se exilió al empezar la guerra, y llegó a ser presidente del Gobierno de la República Española en Exilio entre 1962 y 1970. Regresó a España en 1983.
Clara Campoamor, una de las tres mujeres que llegaron a ser diputadas en las Cortes de 1931 (en su caso, por el Partido Republicano Radical), y principal promotora del sufragio femenino, también salió de España (para no volver ya) al declararse la guerra y asistir al terror miliciano en Madrid, sobre el que escribe, ya en Ginebra, una obra denunciándolo. En esa obra afirma esto que sirve también de síntesis de lo que aquí tratamos de decir: “La división, tan sencilla como falaz, hecha por el gobierno entre fascistas y demócratas, para estimular al pueblo, no se corresponde con la verdad. La heterogénea composición de los grupos que constituyen cada uno de los dos bandos (…) demuestra que hay al menos tantos liberales entre los alzados como antidemócratas en el bando gubernamental”. Ninguno de los liberales triunfó en la guerra. Los antidemócratas se acabaron imponiendo en ambos bandos.
Y sin embargo, la propaganda izquierdista ha relegado a la derecha actual al papel de meros continuadores de la dictadura bajo el camuflaje de demócratas, que esa derecha parece aceptar de hecho, acomplejada y sin llegar a plantar cara en la lucha ideológica. Mientras tanto, el PSOE actual reivindica las tendencias más antidemocráticas del Frente Popular, rehabilitando, por ejemplo, la figura de Juan Negrín (al tiempo que, correlativamente, repudia o ignora la de Besteiro), que ya en el exilio, en 1946, fue expulsado por la ejecutiva del partido que entonces presidía Indalecio Prieto, por haber sido un títere de soviéticos y comunistas en su etapa al frente del Gobierno republicano. Aun así, el PSOE ha conseguido imponer lo que se ha convertido en la práctica en su mito fundacional o legitimador: que él y la izquierda del Frente Popular representan la única democracia que entonces existió, mientras que quienes no estaban incluidos en ese Frente representan los valores políticos de la dictadura de Franco.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

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