Los arquitectos MVRDV han hecho en Tianjin-Binhai (China) una biblioteca A-LU-CI-NAN-TE.
Siempre he dicho que la arquitectura es espacio, y que el análisis y la valoración de la arquitectura ha de ser la del espacio que configura. En ese sentido esta biblioteca es plausible y admirable. Y con bola.
Es un espacio impresionante, absorbente e hipnótico. Es un espacio de una vez, como el Guggenheim de Nueva York o el Panteón de Roma. Es arquitectura en esencia, es arquitectura de pata negra.
Es una obra magnífica. Estupenda.
Veo una imagen así y me quedo boquiabierto, mudo. Creo que merece la pena viajar hasta la otra esquina del mundo por verla, por sentirla, por oler y escuchar su aire interior.
Pero en ese aire interior hay algo que me sorprende mucho: ¿No están esos libros demasiado altos? ¿Cómo se llega a ellos?
Es todo tan tecnológico, tan avanzado, que pienso que tecleando en una terminal (en la bola) la signatura del ejemplar que uno quiere aparecerá un dron, lo tomará entre sus pinzas robotizadas y se lo traerá a las manos. Sí, debe de ser eso.
Pero resulta que no: Si nos fijamos bien en las estanterías altas no hay libros, sino pegatinas de libros.
Clica esta imagen y la verás más grande, y verás los libros-pegatina.
Sólo las pocas estanterías accesibles tienen libros auténticos. Las demás tienen pegatinas que imitan libros. Y los imitan muy mal. Ya puestos, eran mucho mejores los libros falsos de cartón o de madera que tenía mi tía Nandi en su tienda de muebles. Esos sí que daban el pego.
O sea, que esos innumerables pliegues no guardan libros. Exhiben imágenes de libros. Los libros como icono, como símbolo de sí mismos, como cosas que no sirven para nada, sino tan sólo para representar lo que quiera que connoten: cultura, ideas, pensamiento, discusión... Una mera representación, porque en verdad no tienen un valor en sí. ¿Libros? ¿Quién quiere libros? ¿Libros para qué? Eso ya no se usa. Que vayan los lectores con sus e-books readers, sus pendrives o sus tablets y se metan en la bola a recargarlos de libros electrónicos, de bits útiles. Los libros de papel son sólo símbolos de lo que una vez fueron, son sólo imagen retroevocadora (es decir: viejuna) contenida en los pliegues de las paredes y el techo de este espacio pasmoso.
He escrito antes que la arquitectura es espacio, que lo principal es el espacio, y en este caso es un espacio fantástico. Pero también digo siempre que la arquitectura es función, y que esta es la que debe configurar y poner a prueba la forma.
En este caso estamos ante un gran espacio (con sus exigentes requisitos de calefacción, ventilación, refrigeración, iluminación, etc.) para exhibir pegatinas de libros. Sólo para eso.
Su función no es la de una biblioteca de una sociedad culta, sino más bien la de una sociedad acomplejada y adinerada que quiere exhibir lo que no tiene y lo que no sabe. Como la tía Felisa, que se fue a Madrid a comprar libros por metros para rellenar la preciosísima librería que se había comprado para su salón. Y tenían que ser verdes y azules, según qué fila. Cuando al fin los alineó en los distintos estantes se los enseñaba ufana a las vecinas y les decía: "Huele, huele"(1).
La fabulosa biblioteca de Tianjin-Binhai sugiere esa patosidad y chabacanería de nuevo rico que quiere presumir a lo grande pero con libros de mentira. Como la tía Felisa.
También me sugiere una arquitectura perdida en simbolizar su función en vez de ejercerla.
Me resulta inevitable comparar esta biblioteca de mentira para una sociedad inculta -que no lo es en absoluto, pero digo que eso me lo sugiere esta biblioteca- y muy contradictoria con una biblioteca de verdad para una sociedad culta de verdad.
Como se aprecia en las fotos (y aún más estando allí), en la biblioteca de Seinäjoki, de Alvar Aalto, las estanterías están llenas de libros para leer, la luz es para leer, las sillas y las mesas son para leer. Todo es libro y todo es para los lectores. El mágico espacio, tan íntimo y pequeñito (en vez del enorme de los chinos) es para concentrarse a leer y para disfrutar de la lectura. Nada más. Y nada menos. Y todos los libros son de verdad.
Además -y es por eso por lo que la he escogido, disculpadme-, la biblioteca de Seinäjoki tiene un libro mío(2), mientras que la de Tianjin-Binhai tiene una etiqueta de anís del mono.
(1).- Con ello quería señalar que estaban encuadernados en piel. Vamos, que eran buenos buenos. La anécdota es rigurosamente cierta. Me la contó hace muchos años mi primo Carlos de una vecina suya. Su madre (mi tía) fue una de las invitadas a oler. La única mentira que he dicho es el nombre: La mujer no se llamaba Felisa.
(2).- Esto lo contaré otro día. ¿O ya lo he contado? No sé, pero da igual. Aunque lo haya contado lo volveré a contar cualquier día de estos.