Revista Libros
Hace unos días, en plena noche de insomnio, me puse a observar los libros que tengo en la estantería. Esta vez no me detuve en los que más me han gustado ni en los que tengo pendientes de leer, sino en aquellos que leí hace un tiempo y han caído en el olvido. Sí, en el olvido, porque yo misma me sorprendí al redescubrir algunos de cuya existencia no recordaba apenas nada a pesar de haberlos leído hace menos de un año. No eran necesariamente libros malos, ni tampoco los más «ligeros»; más bien se trataba de novelas que disfruté (y halagué) en su momento, pero que no llegaron a cautivarme como las que con el tiempo consiguen marcarme. No me considero una lectora que devora sin analizar ni reflexionar sobre el texto (el nombre de este blog fue un error, lo sé), así que deduzco que los motivos por los que esos libros caen en el olvido se deben, al menos en parte, a su propia naturaleza, al hecho de ser creaciones que no terminan de penetrar lo suficiente para dejar una huella, aunque sea pequeñita, en el lector.
Quiero insistir en el hecho de que lo que he bautizado como libros olvidados no son necesariamente libros malos ni facilones. Hay novelas malas que marcan tendencias y, como consecuencia, su recuerdo permanece en el público (por motivos ajenos a su calidad, pero permanece); Dan Brown, Stephenie Meyer y E. L. James son buenos ejemplos de ello. Sin embargo, en el medio, entre escritores como los citados y escritores que gozan de buena reputación literaria, hay muchos autores que no terminan de cuajar, y no me refiero a su permanencia en el mercado (he lamentado más de una vez que un determinado escritor no pudiera seguir publicando por falta de ventas), sino a conseguir una voz propia que conecte con los lectores.
Cuando me paro a pensar en esos libros olvidados me viene a la mente que uno me pareció tierno, estaba protagonizado por una niña y me gustaron las emociones que me transmitió; de otro evoco un tema curioso que daba un toque diferente a un argumento manido; también hay uno que me entretuvo, pero soy incapaz de volver a contar los momentos importantes de la trama. En definitiva, sensaciones vagas; no recuerdo ningún efecto de reflexión, de identificación, de fascinación por una escritura penetrante, de obsesión. Al final, la literatura que perdura, la que conforma la experiencia lectora, es aquella capaz de ahondar en el interior. Es por ello que la buena literatura debe ser más profunda y exigente, una literatura de largo recorrido, en contraposición a la inmediatez de los libros fáciles de olvidar. Para esto también resulta necesario que el público tenga la suficiente madurez lectora para apreciarla, claro, y que se cumpla el aspecto subjetivo de sentir afinidad por el estilo del autor (porque todos somos diferentes y, aunque reconozcamos que ciertas obras son indiscutiblemente buenas, eso no excluye que dentro de lo bueno tengamos preferencias).
Quizá es inevitable que existan los libros olvidados, no lo sé. De todas formas, desde que me detuve a repasar la cantidad de libros de este tipo que he leído, me he vuelto mucho más selectiva con mis lecturas. Tuve mi época de estar ávida de novedades con cubierta bonita y sinopsis clónicas; pero ahora quiero más, quiero novelas que me enseñen algo de mí misma, que me provoquen reacciones, que me parezcan únicas y poderosas. Por eso me informo más de la trayectoria del autor (cuando un autor es importante suele ser por motivos fundamentados, por mucho luego no guste a todo el mundo), me fijo en la editorial (ya hablé de lo útil que es este punto para saber elegir) y leo clásicos, los únicos que sé con seguridad que han ganado la batalla al paso del tiempo. Si he escogido un buen camino solo lo sabré más adelante, cuando eche la vista atrás de nuevo y compruebe que en mis estanterías ya no se acumulan tantos libros olvidados como antes.