Hemos llegado al pasado. Hemos vuelto de nuevo a las cavernas, al paleolítico, a la violencia extrema, al ojo por ojo, al te las voy a cobrar y te haré daño. Queremos salvar el mundo y, enarbolando la bandera de las causas perdidas, nos hemos convertido en chacales sin piedad, cruentos y salvajes que no dejamos en pie nada a nuestro paso. Violencia oculta tras los comentarios en twitter, tras los artículos, tras los post en los blogs, tras las descalificaciones gratuitas (o no) y continuas. No atendemos a razones éticas ni humanas para atacar a la línea de la yugular cuando algo nos duele o nos molesta, o creemos que está mal.
Y todo, como decía Silvio Rodríguez en aquella canción “Que fácil es trascender con fama de original, pero se sabe que entre los ciegos el tuerto suele mandar”, y alzamos la mano sin pensar cuántos pecados hemos cometido y si estamos libre de culpa. No nos ponemos en los zapatos del otro, somos jueces por mandato divino, tanto como los inquisidores, y esa divinidad es el valor social del que se nos llena la boca en la barra del bar o en los 140 caracteres.
No pensamos, no analizamos, no valoramos, solo atacamos sin piedad. Somos buitres en un festín de vísceras, las vísceras de una hiena carroñera y hostil, que hacemos sufrir con más ensañamiento que el que ella misma ha usado. Y quizá estemos equivocados, quizá estemos culpabilizando o sentenciando a muerte a alguien que no se lo merece, a alguien que quizá ha actuado sin pensarlo, que quizá está arrepentido, que podía haber corregido…
Somos (soy) muy culpables, siempre que la culpa no planee sobre nuestras cabezas. En ese momento solo queremos desaparecer porque la embestida es inhumana.
Cuánta crueldad.
(Personalmente, me arrepiento mucho de haber sido juez en muchas ocasiones, mucho. Suplico perdón)