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Los Lugares de Salto

Publicado el 26 febrero 2015 por Decabo

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Los pueblos tienen algo mágico. No por esos momentos bucólicos que conservamos cuando nos hacemos adultos, imágenes residuales que nos empeñamos en cincelar en piedra a toda costa, aferrándonos a unos tiempos en los que todo parecía perfecto, creativo, festivo, amistoso, sino por la realidad mucho más cotidiana y sencilla que acompaña a las sociedades pequeñas y que nos convierte en otra persona.

El pueblo al que Xisco solía ir de niño a pasar los meses estivales, estaba en la costa, y por supuesto tenía playa, una playa tranquila en la que encontrar algún forastero era extraño y siempre provocaba en los críos de la zona una especie de estado de sobreexcitación. La familia de su madre siempre los trató bien, mejor de lo que quizás se podía esperar por las malas maneras de su padre. Un padre debe velar por sus hijos, darte cariño, hacer lo que hace por tu bien. Xisco solía repetírselo a sí mismo una y otra vez, cada día, como un mantra espiritual que te ayuda a llevar con alegría la vida.

A los doce años empezó a ir solo a la playa. Aquella tarde habían llegado de dar un paseo por el mercado. A su madre le encantaba perderse entre los puestos, hablaba con todos los tenderos, les pedía opinión, probaba aquí y allá, pero comprar, comprar, no compraba mucho, no podían permitirse salvo lo justo y necesario. Incluso así, la gente en el mercado se alegraba siempre de verla, era como un rayito de luz que se colaba entre los tejados de uralita. Los llevaba muchas tardes al mercado mientras su padre dormitaba en casa, o echaba una partida de cartas en el casino (el bar del pueblo).

Aquel día no tenía especial interés en jugar a las cartas, el día anterior había acabado a voces con un vecino por no sé qué trampas, del uno, del otro, da un poco igual. Tanto le carcomió la cabeza el tema que tiró del sofá las pocas ganas que tenía de dormir y salió por la puerta con ellos.

En los primeros puestos pudo notar como su padre empezaba a respirar como un potro incómodo. Según pasaban los puestos se mostraba cada vez más molesto y enojado. Su madre intentó mostrarse más retraída que otros días, los tenderos le hacían ojitos y le hablaban con delicadeza, pero ella declinaba amablemente, aunque sin cruzar miradas. Salieron de allí tan solo con una bolsa de higos, dulces también, como su madre.

Al doblar la primera esquina, la agarró del brazo con fuerza y ella torció el gesto. Gruñó algo que no pudo entender, pero su madre se zafó entre palabras sobre estar delante de los niños. El camino se hizo largo, sólo se tardaba unos pocos minutos en llegar a casa.

Aquella tarde se fue solo a la playa, su madre no quiso salir del dormitorio, y cuando su padre salió él ya no quiso estar allí.

Fue esa la primera vez que empezó a fijar en sus pensamientos en los lugares de huida. Tenía varios lugares guardados, cada detalle, cada sonido, cada color. Cuando se encontraba angustiado, y no podía escapar de otra manera, se acostumbró a saltar a uno de esos lugares en su mente. Aquel pequeño rincón de la playa se mantendría como su preferido toda su vida, aunque almacenó otros lugares durante años. La primera vez que le ordenaron matar a alguien también usó uno de los lugares de salto para evadirse.

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