Desde la antigüedad más antigua de la humanidad cuando nacía un niño se le ponía encima un manto pesadísimo que tenía que cargar hasta su vejez.
Desde la antigüedad más antigua de la humanidad cuando nacía una niña se la cubría con una tela finísima que debía llevar hasta su muerte.
El grueso manto servía para cubrir todas las emociones.
La vaporosa tela las dejaba expuestas, haciéndolas visibles.
Las emociones de unos y otras eran las mismas. La necesidad de afecto, el dolor, la tristeza, eran sentimientos que se sentían por igual.
Pero a los niños no se le permitía expresarlos.
Mientras que a ellas, la fina textura las dejaba al descubierto.
Ellos debían aprender a fingir que no sentían nada.
Ellas tenían que sentirlo todo aunque fuera sólo una brisa sobre la piel.
El paso del tiempo desgastó el manto y lo fue haciendo más ligero.
El paso del tiempo hizo que dejara de tenerse en cuenta la transparencia de la tela.
Un día un niño dejó al descubierto un sentimiento de fracaso y vio que no pasaba nada.
Un día una niña olvidó cubrirse, y vio que tampoco pasaba nada.
Por eso, desde hace poco los mantos y las telas se utilizan sólo para evitar el frío, ponerse elegantes o jugar a los disfraces.
C. Marco