La hija de los Martínez vivía en silencio las discusiones que envolvían la atmósfera gris de aquella casa hipotecada
as lentejas de la abuela habían sustituido al arroz y mariscos de los domingos al mediodía. Desde que Antonio despidió a su marido, la familia de los Martínez se las veía y deseaba para llegar a final de mes. Mientras cobraba paro – charlaba su esposa con la vecina del cuarto – íbamos tirando como podíamos. Mi madre, ya sabes, nos ayuda con lo que buenamente puede. A veces nos da veinte euros a escondidas sin que se entere mi hermano. Este año – seguía Francisca – a Victoria le hubiese gustado matricularse de todo tercero, pero ¡de dónde sacamos los mil quinientos que cuesta la matrícula, si ni siquiera tenemos para la comida! Recuerdas Francisca – interrumpió su vecina, mientras esperaba el ascensor – cuando Manolo, el del segundo, nos decía en este mismo rellano con el ABC en la mano, aquello de: ¡Rajoy será quien devuelva a los andamios a vuestros esposos! Cuánta razón tienen esos del 25-S – dijo en voz alta la vecina – cuando en sus pancartas escriben aquello de PP y PSOE la misma "cosa" es.
Mientras tanto, de puertas para adentro, se olía el mismo olor a pena que infecta todos los hogares a los que no llega dinero. El diálogo con Alberto se había convertido en un monólogo de facturas, impuestos y letras impagadas. Los aniversarios pasaban desapercibidos y la palabra regalo sonaba como un insulto en una reyerta callejera. Las caricias de la noche se habían evaporado por las jaquecas de Francisca.
La hija de los Martínez vivía en el silencio de su habitación, las discusiones que día tras día envolvían la atmósfera gris de aquella casa hipotecada. "Te lo dije – se oía desde la habitación de Victoria – este Rajoy nos va a traer la ruina. Se ha quedado con tus votos y los míos, y si te descuidas, Francisca, se queda hasta con la pensión de tu madre".
"Has vuelto a beber – le contestaba una triste esposa, entre una lluvia de gotas que inundaban sus mejillas - te lo noto, Alberto, cada vez que bebes te cambia la mirada y te metes con mi madre". "Por favor deja de gritar que te va a oír tu hija". Así un día y otro día en la casa de los Martínez.
Aquella mañana lo recordaré mientras viva – escribía Francisca en su cuaderno de Anaya – una voz en el interior me decía que no sería el mejor día de mi vida. El timbre sonó distinto a como lo tocaba mi madre cuando venía de visita. No era el mismo sonar del novio de Victoria. Él siempre lo tocaba con tanta fuerza que hasta la gata se despertaba. Era distinto y ello me preocupaba. La carta del desahucio fue la última notificación que firmé antes del entierro de mi marido. Por mucho que supliqué y lloré al señor del cuello blanco. Aquello no sirvió de nada para impedir que por doce mil euros "cochinos" nos dejaran en la calle. Cuánta razón tenía mi madre cuando en tiempos de ladrillos nos decía: "nunca os lieis con prestamos. Actualmente tu marido tiene trabajo pero mañana, la tortilla puede darse la vuelta y lo que crees que es tuyo, se lo quedarán los bancos".
La carta de desahucio fue la última notificación que firmé antes del entierro de mi marido
Francisca vive en el presente con la pensión de viudedad en casa de su madre. Los quinientos euros por su difunto marido solamente le dan para comer sin excesos. Desde la Asociación Víctimas del Desahucio" (nombre ficticio), comparte su experiencia con otras personas a las que un día les sonó distinto el timbre de su recreo. A la asociación ha llegado hoy un señor de pelo blanco. Después de un año con trámites burocráticos, le ha llegado la carta de desahucio. Dice Antonio – así se llama esta víctima del sistema - que busca trabajo todos los días, pero a sus 46 años ha perdido la fe de volver a subirse a los andamios de Manolo. Mientras nos contaba su historia, un niño de entre seis y doce años, le decía: papá te queda mucho, quiero ir a casa a jugar con el hermano.
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