Ahí están ellos, aguardando y en silencio. Incitan, llaman, pero no exigen. Están mudos en su anaquel. Sobre ellos parece flotar el sueño, y, sin embargo, desde cada uno en particular, como un ojo en vela, un nombre te mira fijamente. Si pasas cerca de ellos con la mirada, con las manos, no te siguen con sus gritos implorándote, ni se adelantan hacia ti. No exigen. Esperan a que te hayas abierto a ellos; sólo entonces ellos se abren.
Primero el silencio a nuestro alrededor, primero el silencio dentro de nosotros, entonces estamos preparados para ello, una noche, a la vuelto de un fatigoso paseo, o un mediodía, hastiados de los hombres, o una mañana, al arrancarnos nebulosamente a un sueño con ensueños. Se desearía soñar, pero musicalmente. Con el presentimiento paladeante de una dulce tentativa se adelanta uno hacia el armario: cien ojos, cien nombres salen a la vez, silenciosos y pacientes, al encuentro de la mirada que busca, como lo harían las esclavas de un serrallo con su dueño, aguardando humildes la llamada, y dichosas, sin embargo, de ser escogidas y de ser tomadas. Y luego, como el dedo da en el teclado para encontrar el tono a la melodía interior, así el ser blanco y silencioso, el violín cerrado, en cuyo interior aguardan todas las voces de Dios, se adapta a la mano flexible. Tomamos uno, leemos una línea, un verso: pero no suena claro en la hora. Decepcionados, casi indelicadamente, devolvemos el libro a su lugar. Hasta que se acerca el apropiado, el que se acomoda al instante preciso: y de pronto eres abrazado, tu aliento se trasfunde en el de otra persona, como si descansase a tu lado el cuerpo cálido y delicado de una mujer. Y como ahora lo aproximas bajo la lámpara, el libro, el venturosamente elegido, se ilumina inmediatamente con luz interior. Se ha obrado la magia, la fantasmagoría se desprende de las mórbidas nubes del ensueño. Se abren de par en par los caminos, y las lejanías se llevan tu sentimiento que se extingue.
En algún lugar suena el tictac de un reloj. Pero no se interna en este tiempo que se ha desencaminado a sí mismo. Aquí la hora echa de menos toda otra medida. Allí hay libros que recorrieron muchos siglos antes que su palabra llegase a nuestros labios; allí los hay también recientes, nacidos sólo de ayer, sólo ayer engendrados por la turbación y el desamparo de un muchacho imberbe; mas hablan un idioma mágico, y lo mismo aquéllos que éstos mecen y levantan nuestro aliento en ondulaciones. E incitan, consuelan también; tentando, sosiegan el despierto sentido. Y paulatinamente se sumerge uno en ellos, se produce un sosiego y una contemplación, un abandonado fluctuar en su melodía, mundo allende el mundo.
Y vosotras, horas las más puras, sustraídas al tumulto diurno; vosotros, libros, los más fieles y callados compañeros, ¡cómo os agradecemos vuestro constante estar dispuestos en todo momento, ese eterno impulsar hacia arriba e infinito dar alas de vuestra presencia! ¡Lo que habéis sido en los días tenebrosos de la soledad espiritual: en hospitales y campos de prisioneros, en las cárceles y en los lechos de dolor, en todas partes, en vela siempre! ¡Habéis deparado a los hombres ensueños y un instante de calma en la inquietud y el tormento! Invariablemente pudisteis vosotros, benéficos imanes de Dios, arrebatar el alma, si quedaba demasiado sumergida en lo cotidiano, en su elemento más genuino, y la habéis vuelto a dilatar invariablemente hacia la lejanía, el cielo interno en todas sus tenebrosidades.
Pequeños pedazos de infinito, alineados aún junto a la pared, así os mantenéis imperceptibles, en nuestra casa. Mas si os libera la mano, si el corazón os toca, saltáis, invisibles, los espacios de los días laborables y, como en un carro ígneo, vuestra palabra nos eleva desde la angostura a la eternidad.
Stefan Zweig
Hombre, libros y ciudades
Foto: Stefan Zweig
Fuente: Stefan Zweig Center Salzburg
Previamente en Calle del Orco:
Nuestros amigos más taciturnos, Ernst Jünger
Leer es la completa eliminación del ego, Virginia Woolf
La literatura me ha producido riqueza, Roberto Bolaño