Por Hogaradas
Hacía tiempo que no preparaba mejillones, así que casi había olvidado el placer que su elaboración me proporciona a través de los recuerdos que hacen llegar a mi mente.
El primero, como era de esperar, el de mi tía Fina, a la que tantas y tantas veces pude ver preparar este molusco cuya salsa hacía como nadie, y cuyo secreto tengo la suerte de atesorar y de llevar a la práctica, como en esta tarde, en la que me afano en preparar esa cena que será una reunión de amigos en la que celebraremos, además del cumpleańos de mi marido, la Navidad. Nunca he visto a nadie limpiar así las cáscaras de los mejillones, con un esmero y una dedicación como si sus comensales fuesen a comerse la cáscara y no su delicioso contenido y su exquisita salsa, pero ella, dale que te pego, cuchillo en ristre seguía en su empeńo de conseguir unas cáscaras finas, pulidas y brillantes.
El segundo, imposible de olvidar, mi querido Antonio Gala y aquel amigo íntimo con quien contemplando un escaparate en el que había mejillones surgió el malentendido. A partir de aquel momento ambos comieron juntos los moluscos, desconociendo que a ninguno les gustaba, hasta que un día, en casa de una amiga común, Antonio lo descubrió apartando los de la paella, procurando que él no lo viera. Preciosa historia de la una amistad tan intensa que es capaz incluso de comer aquello que no le gusta para complacer a su amigo.
El tercero, el primer día que me metí en la cocina, llevada, como no podía ser de otro modo, por el amor, el mismo que hoy hace que me pase toda la tarde entre cacerolas. No fue nada del otro mundo, pero a partir de aquella primera cena intenté meterme más a menudo en la cocina, creía que aquel amor se lo merecía y estaba encantada con adornar aquellos días de gloria con mis primeros pasos en el noble arte de cocinar, con pequeńas cosas, pero siempre dispuesta y con la mejor de las sonrisas, incluso me habría empapado de todos los libros de cocina del mundo si él me lo hubiera pedido; qué fuerza y qué grande es el poder del amor.
Hoy lo recordé mientras preparaba la salsa de esos mejillones que tanto le gustaban, así como también la suerte que tuve en descubrir a tiempo que no era cierto que se mereciera tantos desvelos, ni tantos mejillones, y en la pequeńa “cocinitas” que se perdió quien con una autoestima por los suelos pretendía que los demás siguiéramos su mismo camino.
La cocina siempre es una fuente de inspiración, al menos para mí, sobre todo cuando, como hoy, el tiempo flota en ella con la placidez de quien no tiene ninguna prisa, y solamente debe disfrutar con lo que está haciendo, entre otras cosas unos mejillones cargados de recuerdos, el inicio de una tarde que ha sido un auténtico placer.