En los países católicos todavía hay niños con huchas del Domund pidiendo limosnas para bautizar infieles, como los árabes, mientras éstos, gracias a los petrodólares, envían sus misioneros al mundo cristiano para convertirlo al Islam.
El fervor cristianizador de siglos pasados parece agotado: quedan pocos pueblos que se dejen evangelizar, y los predicadores se han vuelto endogámicos; católicos, protestantes y ortodoxos se dedican a convencerse los unos a los otros obsesivamente.
La gran religión misionera actual es el Islam, que ha incrementado las conversiones, especialmente desde los atentados del 11 de septiembre, como acaba de declarar el ministro de Asuntos Islámicos de Arabia Saudita, Saleh Al Sheik.
Mahoma está atrayendo a cristianos abandonados por sus pastores, como al terrorista nuclear norteamericano José Padilla, hispano de origen católico.
Otros esclavos del Corán –islam significa sumisión—se incuban entre gente socialmente comprometida, e incluso rebelde: su objetivo ideal sería esa mitad de los vascos pisoteados por sus obispos y párrocos por no ser nacionalistas.
También proceden del comunismo, de donde salió en su día el pope del marxismo francés, Roger Garoudy, porque si falla la dialéctica de Marx, la mística islámica es un buen sustituto contra los odiados EE.UU. e Israel..
El ministro saudita informó, sirva como aviso, que en 2001 se convirtieron en mahometanos wahhabi, rama integrista financiada por su país, 942 personas de 19 países, 709 de ellas tras el 11 de septiembre: pocos fieles, pero muy importantes.