En París, tras la caída de Napoleón y la restauración borbónica, se vivía un periodo tenso entre quienes temían el regreso del terror de la Revolución y quienes habían experimentado recientemente el Segundo Terror Blanco con el rey Luis XVIII. Por ello, cuando cientos de víctimas comenzaron a sufrir pinchazos por parte de atacantes inidentificables ( piqueurs) en 1819, el pánico a un enemigo invisible tomó forma.
En este periodo, se estaban normalizando cada vez más la presencia de paseos y su disfrute, especialmente los domingos. Teniendo en cuenta el distanciamiento de los espacios compartidos por hombres y mujeres, los paseos, plazas, galerías, calles cubiertas, puentes, palcos, tiendas y puentes eran lugares donde estos podían interactuar. Entonces, en agosto de 1819, en estos lugares comenzaron a surgir casos de mujeres atractivas, que no superaban la treintena, que habían sido pinchadas por sorpresa. Durante meses, hubo un goteo de casos, normalmente por la noche, pero también durante el día, solas o acompañadas por otras mujeres, hombres o sus esposos. Algunos hombres también fueron víctimas. Todos tenían en común un atacante que desaparecía rápidamente o que ni siquiera podía ser visto. Inicialmente, se centraba en glúteos y piernas, pero luego se fijó en zonas más visibles, como los brazos, manos, pechos, costados y pies. Nunca atacaron a la cara. Para diciembre, había casi 400 mujeres afectadas, cuya modestia en común no encajaba con el perfil de las mujeres que se esperaba como víctimas al oscurecer.
En ese momento, la prensa, que dejaba de transmitir e interpretar la información que se transmitía con el boca a boca, se hizo eco con fuerza de esos ataques. Esto sucedió al mismo tiempo que la policía hizo públicas las denuncias para tratar de identificar al culpable, pero solo logró aumentar la frecuencia y extensión de su actividad. Los casos se extendieron rápidamente a Lyon, Burdeos, Marsella, Calais, Bayona, Soissons, Lille, Arrás, Amiens y traspasó sus fronteras hasta Bruselas y Augsburgo. Incluso se informó de envenenamientos y muertes.
Las armas identificadas eran herramientas de trabajo, como plumas, agujas, punzones, agujas de tres puntas, estaquilladores o incluso batones con punzón. Estos creaban heridas puntiformes, triangulares, horizontales o cruciformes.
Los ataques eran repentinos, generalmente entre multitudes, por lo que podían mezclarse entre ellas. Sin embargo, escapar a cientos de ojos también era un reto, especialmente ante un público cada vez más consciente y en los ataques múltiples a una misma víctima. Por ello, la mayoría era pinchada sin ver a su agresor o daba una descripción vaga. Entre los pocos detalles obtenidos, se razonó que no eran delincuentes habituales pertenecientes a grupos marginales. Solía señalarse a jóvenes bien vestidos, sastres o con una gabardina con sombrero redondo, posiblemente un trabajador.
A pesar de ello, no podía evitar pensarse qué objetivo tenían estas acciones. Para los abogados, legalmente no eran actos indecentes, pues nunca actuaban sobre genitales. A pesar de ello, los médicos razonaron que se trataba de un tipo de perversión. Específicamente, a finales del siglo XIX serían catalogados patológicamente como pervertidos sadofetichistas. En consecuencia, los policías buscaron sospechosos entre clientes con gustos anómalos en los burdeles. Se pensaba que debía ser un aristócrata que, harto de los placeres comunes, satisfacía su apetito atacando a mujeres que eran incapaces de romper su silencio ante sus ataques. El instrumento punzante adquirió un aspecto fálico, que desfloraba a las inocentes jóvenes. El aumento de los casos sembró el temor de la existencia de una organización secreta que pudiera escapar de los controles policiales, que vigilaban las calles mientras las tiendas cerraban más temprano, los transeuntes disminuían y las mujeres eran acompañadas en sus paseos. Esto confería una falsa sensación de seguridad, pues no podía confirmarse que los ataques cesarían al volver a la normalidad.
En enero y febrero de 1820, se juzgó a Auguste-Marie Bizeul, un aprendiz de sastre diestro con las agujas. De las 38 víctimas que participaron en el juicio, solo tres lo identificaron. Por ello, fue condenado a cinco años de prisión.
Conspiraciones
El hecho de que hubiera más de 400 víctimas en París y se hubiera extendido por el país hacía pensar que esto no era obra de un solo individuo. La desconfianza generó multiples acusaciones. En diciembre, los liberales comenzando señalando a los ultramonárquicos, asegurando que el Segundo Terror Blanco también había sido precedido por este tipo de ataques, por lo que temían que se repitiese. Como algunas heridas tenían forma de cruz, sospechaban que los jesuitas estaban actuando en la sombra para los ultramonárquicos. A su vez, los ultramonárquicos indicaron que era un signo de la violencia jacobina que anunciaba una futura rebelión.
Cuando la policía advirtió a los liberales a dejar de azuzar el miedo en la población, tanto los liberales como los ultramonárquicos acusaron a su vez a la policía. La organización policial estaba en crisis, tenía una fuerza paralela desde la primera restauración y manipulaba a opositores para mantenerlos fuera de los círculos políticos. Los partidos políticos lanzaron teorías conspiratorias contradictorias incluso dentro del mismo grupo político. El 10 de diciembre de 1819, señalaron que la policía quería distraer al público de las discusiones políticas, como el debate sobre la ley electoral y evitando el acercamiento entre liberales y el pueblo. Criticaban la inacción e inefectividad para capturar a los culpables de los pinchazos. Contradictoriamente, culpaban a la policía de señalar este fenómeno como una falsa conspiración para desacreditar a la oposición liberal. Estos temían a su vez que esta fuera una estratagema policial para aprovechar el miedo colectivo para fortalecerse.
La acción policial se notó particularmente en los periódicos. La policía los contactaba para que verificar sus fuentes y pruebas. También procuraban controlar la ausencia de críticas que socabaran su autoridad policial, pero la ausencia de resultados aumentaba la desconfianza.
Estas acusaciones y los sucesos cesaron cuando el asesinato de Carlos Fernando de Artois, duque de Berry, el 13 de febrero de 1820, llenó portadas en los periódicos. Los pinchazos tendrían un respiro, volviendo en 1822 y 1823.
Los síntomas mostrados por las víctimas podían incluir fiebres, dolor agudo o mareos. El único signo presente en algunos casos es una inflamación en la herida superficial. Como había médicos que no encontraban ningún signo de los ataques, sospechaban que, estimuladas por el miedo, habían sido víctima de su fructífera imaginación. En Burdeos, hubo caso donde los ataques fueron picaduras de pulgas, astillas o golpes de las varillas de un paraguas. En Lyon, un rumor decía que un chico había oído a un grupos de jóvenes planear llevar agujas en las mangas durante la Misa del Gallo para pinchar a la gente.
La presencia constante en los periódicos y en las conversaciones generó viñetas y canciones. En ellas, no se evitaba sugerir cómicamente que, quizás, las víctimas no eran tan modestas como se sugería al pasear solas por la noche. En imitación, incluso niños y jóvenes jugaban entre ellos a ser uno de estos pinchadores.
- Fureix, E. (2013). Histoire d'une peur urbaine: des "piqueurs" de femmes sous la Restauration. Revue d'histoire moderne & contemporaine, 31-54.