Los místicos, como los antiguos, creían que la naturaleza, y por tanto Dios, aborrece el vacío. Cuando un conato de vacío empieza a producirse, la naturaleza lo llena al punto para que no haya discontinuidad en el ser. Por ello estos místicos enseñan que el único modo de alcanzar el conocimiento supraintelectual de Dios es vaciarse de apegos terrenales, de todo amor propio, incluso del afán por nuestra salvación, deseando exclusivamente la gloria de Dios. En este instante obligamos a Dios a que entre en nosotros, moviéndolo a ocupar el fondo del alma, donde ya no se da la menor resistencia a Dios. Y dicen que se le obliga porque de lo contrario Dios permitiría que lo así purgado permaneciera en la imperfección y el anonadamiento, lo que repugna a la justicia de un buen dador.
En la mística cristiana se dan, pues, dos movimientos, el del vaciarse para hallar el fondo del alma y purgar toda deformidad de la semejanza original con Dios, y el del afecto o deseo, o amor hacia Dios, que buscando su semejanza lo atrae.