Revista Cultura y Ocio

Los monstruos

Por Calvodemora

Los monstruos
Fotografía: Five members of the Monster Fan Club / Diane Arbus

Se hace uno monstruo para intimar con los demás monstruos, no porque le fascine el mal o porque tenga una inclinación natural a producirlo. Tenemos monstruos más cerca de lo que creemos. Sucede con ellos lo que con los amigos algunas veces: tienen una cara y luego revelan otra, una que no se espera, que no se ve venir. Nos vendieron la historia de que el bien es la aspiración más noble, pero es el mal el que escribe la trama, el que dice quién cae o quién se levanta, el que planea el lugar y el momento en que todo será oscuro y no habrá vuelta atrás. De ahí que deseemos con toda el alma saber qué se siente cuando el mal nos invade. Tenemos esa adicción no confesable, queremos ser liberados de las ataduras de la compostura y de las buenas maneras. Una vez se ha retozado en el lodazal y se ha visto cara a cara al diablo, no hay prado verde ni dios que nos conforte. Sólo hay que pensar en la historia de la humanidad, en su devenir, en su correr tumultuoso. De no ser por la irrupción del mal, no habría crecido civilización alguna. Cicerón dijo que uno debía irse antes de la que obra comenzase a ponerse aburrida, pero no hay aburrimiento cuando suena la tempestad arriba, en todo lo alto; no hay consuelo, pero nos quedamos a ver qué pasa, por comprobar si todo queda en ruinas o al final hay un vestigio de luz, aunque sea pequeño y sepamos que lo consumirán las sombras. Es imposible no darse cuenta de que el monstruo que llevamos dentro (unos con más fiereza y con más desvergüenza que otros) pugna por hacerse visible. Se tira toda nuestra vida tratando de salir. A veces, cuando el dolor es muy fuerte, le dejamos asomarse, permitimos que haga una tropelía, le concedemos la facultad del engaño o de la intolerancia o de la tiranía. Los monstruos muy persistentes, cuando salen, matan. De ahí (insisto) la necesidad de que lo abracemos e intimemos con él. Por mantenerlo a raya. Por saber cómo apaciguarlo. Por no dejarlo creer que es dueño nuestro. Siempre fue así. Toda la literatura rinde cuentas de esta escisión salvaje. No hay libro en donde no aparezca, velada o abruptamente. Ni siquiera el día, cuando clarea y abre, ahuyenta a la sombra y la aparta. 

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