Desde el mismo día de su nacimiento, Elisa inició una particular relación con la muerte porque precisamente la tarde en que su madre dio a luz murió Julina, la criada. La historia se la habían contado tantas veces a Elisa, que casi podría asegurar que la había vivido en primera persona. Aquel verano, como siempre, lo pasaba la familia en Pajareras, en la casa de los abuelos paternos. A su madre le quedaban unos días para salir de cuentas y estaban todos nerviosos a causa de su estado, pues estaba siendo un mes de julio extremadamente caluroso y la mujer había caído en un preocupante estado de languidez. Se pasaba las horas sentada en una butaca de mimbre que había en el comedor, con las piernas en alto y dándose aire con un abanico de filigrana que le había regalado su marido. Para cuidar de María, su otra hija, que era un trasto de tres años, habían mandado llamar a Julina, una muchacha bien dispuesta que había servido en casa de los abuelos en otras ocasiones. Aparte de cuidar de la niña, Julina echaba una mano en todo tipo de labores domésticas, desde hacer los mandados de la compra hasta tender la sábanas en las aulagas del corral. Por aquellos días, también estaban trabajando en la casa un par de mujeres que se encargaban encalar los patios y Julina, cuando tenía un ratito, las ayudaba. Como era delgada y liviana, la llamaban para rematar las paredes más altas. Ella se subía en la escalera de madera, colgaba el cubo de cinc en uno de los travesaños y extendía la cal con la brocha hasta el arranque de los tejados. Y de allí arriba se cayó. Tal vez se estiró demasiado para llegar a algún rincón o estaba mal asentada la escalera, el caso es que cuando oyeron el grito ya estaba volando por el aire. Aunque la altura no era mucha, se golpeó la cabeza en el empedrado del suelo y perdió el sentido al momento. Con el revuelo que se organizó a cuenta del accidente, le empezaron las contracciones a la madre de Elisa y tuvieron que meterlas a las dos en el único taxi que había en el pueblo, un mil quinientos de color negro, y llevarlas al hospital a toda velocidad. Y allí, en una sala, nació Elisa mientras Julina moría en otra.
Ahora, recordando aquel hecho, siente Elisa que su especial relación con la muerte desde una edad tan temprana parece trazar un dibujo en la páginas de la vida; y ha ido por tanto gestando la creencia de que cada persona carga con su particular colección de muertos, únicos e intransferibles, así conocidos como anónimos, queridos o desafectos, que jalonan nuestra existencia y en cierto modo la definen, que no quieren hundirse en el olvido y, tenaces, resurgen en nuestro ánimo para recordarnos que existieron.