Chucherías en mano, pienso en los ositos de gominola que cargaba mi abuela en los bolsillos de la bata. Cada vez que alguien me comenta que estudiará filosofía, regresa mi primo y el impacto de perderlo sin llegar a la treintena. El que me nombra un huerto me devuelve a mi otro tío y el arreglar las tomateras y aparecer en casa llenita de picaduras de mosquito. Siguen con nosotros, tal vez ellos no lo sepan, pero miles de pensamientos siguen siendo para ellos, los muertos.
La que cuenta con más de una quincena de estos en su vida, reconoce el peso del vacío, el hueco que deja cada despedida. Recuerda la primera pérdida y la última. Recuerda cada llamada y su noticia. Recuerda la voz emisora del otro lado, el desgarro se apodera de una con cada reminiscencia. Sabe quien lo dijo, la hora, la manera, si fue por teléfono, si fue una visita inesperada que la hizo salir de una clase de la facultad, si fue una mirada, simplemente una mirada, a la que ella respondió con un “¿ya?”. Puede que olvide la fecha exacta, pero no borrará nunca la sacudida del estómago, la sensación de pérdida y de abandono.
Arbeca y al fondo los Pirineos. Enero 2018.
Leí a Sara Herrera Peralta que decía algo así como que los muertos permanecen en los álbumes de fotos, no los quitamos de las páginas porque ya no estén vivos aquí con nosotros. Siguen ahí, formando parte de las instantáneas del recuerdo. Vamos pasando las páginas y van apareciendo, es entonces cuando recordamos con nostalgia todo lo que rodea a esa imagen. El momento previo, el llegar hasta allí, la conversación, si dijimos “Luis” o “patata”, la risa o la carcajada, porque las fotos las tomamos cuando estamos dichosos. Pocos nos hacemos fotografías ante la tristeza o la angustia. Pocos queremos tener recuerdo visual, y menos impreso, de una lágrima o de un hueco sin rellenar. Quizá sea esa la razón por la que no quitemos las fotos de los álbumes, porque nos devuelven a los muertos sonrientes, a los gatitos sanos, a los días en que todos estaban aquí y podíamos tocarlos, olerlos y su risa era real, no la reproducida ahora en nuestras cabezas.“Se levantan los muertos, respetad su pisada” dijo Emilio Prados. Respetad la huella que dejaron, intentad no hablar nunca mal de los que ya no están, hicieran lo que hicieran. Ejercicio brutal de respeto, de no eliminar las pisadas pero ocultar siempre las mal dadas. La hipocresía reina en el mundo de los vivos. O acaso, ¿no son innumerables las ocasiones en qué recordamos más a todos esos individuos cuando ya no están que cuando estaban vivos? Puede que esa sea la razón del respeto exigido a los muertos. Porque en vida no les hemos prestado la atención, el cariño, la empatía, la compañía o el amor que merecían; y una vez desaparecidos les debemos la honra y el reconocimiento a destiempo. Se convierten en un sacrilegio las malas palabras, los pensamientos turbios, el quitar las fotos, el ocultar sus enseres, el no llorar en la efeméride de su pérdida. Somos hipócritas, sí, los vivos.
"Se levantan los muertos.Detrás la vida sigue.¡Preparad la batalla!"
Tenía razón, siempre, Prados. Detrás de ellos la vida sigue, no paramos aunque permanezcan aquí desdibujados. Les debemos el respeto, el perdón por todo lo no entregado en vida como hubieran meritado. Por todo ello exijámonos preparar la batalla como si ellos, los muertos, estuvieran siguiendo nuestros pasos con su mirada.
Los Pirineos, allá a lo lejos. Enero 2018.