Revista Cine

Los niños del paraíso

Publicado el 25 febrero 2011 por Jesuscortes
A una considerable distancia de ese primer bloque de la obra de Hiroshi Shimizu difundido en Occidente (una docena larga de films que ha tomado posiciones entre lo mejor de la producción del cine japonés de los años 30 y 40: “Kanzashi”, “Anma to onna”, “Hanagata senshu”, “Utajo oboegaki”, “Koi mo wasurete”, “Kaze no naka no kodomo”, "Ohara Shosûke-san", “Nobuko”, “Arigatô-san”, "Kodomo no shiki", "Mikaheri no tou" o las más antiguas “Minato no mihon musume”, "Nanatsu no umi" y "Fue no shiratama", que se mueven sin excepciones entre lo maravilloso y lo muy bueno) se encuentra un film que debería servir de piedra de toque para despertar entusiastas adhesiones en torno al maestro de Shizuoka.Y no es que “Hachi no su no kodomotachi” sea su particular Piedra Rosetta, porque el cine de Shimizu parece además por lo hasta ahora editado otras muchas cosas; pero tampoco es  uno de esos films que merezca la pena recuperar porque es más de lo que parece a pesar de su escasa fama.  LOS NIÑOS DEL PARAÍSONo, “Hachi no su no kodomotachi” es exactamente lo que parece desde su desconcertante apertura. Para no dar muchos rodeos y sin acotar a cien ni cincuenta, perfectamente veinticinco y hasta menos incluso: una de las películas más grandes de todos los tiempos.Es sencillo calcular el impacto de su visión. Consiste simplemente en imaginar lo que sería contemplar por primera vez cualquiera de las muy escogidas películas que están a su irrespirable altura y en particular “Deutschland im jahre null” de Rossellini, del mismo año y que comparte con ella una especial sensibilidad.Llama desde luego poderosamente la atención a los que no teníamos apenas noticia de su existencia hace un lustro, que Shimizu no sea rutinariamente “uno más” de los grandes cineastas japoneses, que se pueda definir su estilo combinando porcentajes de influencia o parecido con el resto de sus ilustres compatriotas. Nada parece tener en común con casi ninguno de ellos ni con ningún otro foráneo de su tiempo y ni haciendo abstracción de sus argumentos o intereses se podría incluir en corriente o escuela alguna. Shimizu es, como dicen los anglosajones, one of a kind."Hachi..." más que ninguna otra de las que conozco (y al menos cuatro más entre ellas son verdaderamente geniales) dispara exponencialmente la expectativa abierta con Shimizu.Estos huérfanos “niños de la colmena”, como se ha traducido su título original, acompañados por un soldado de vuelta a casa, vagando descalzos y hambrientos por los paisajes de la posguerra, duros trabajadores cuando hace falta, no acumulan sobre su pequeñas espaldas todas las desgracias de la guerra como el alemán Edmund Meschke, antes bien son la esperanza de la supervivencia en un país tan vencido y desconcertado, lo que fue el presente y un anuncio del (difícil) futuro que esperaba a una generación, que por fuerza debía pasar por la educación, un tema transversal en su obra.El carácter del film sin embargo se aleja tanto de ese eminente Rossellini como radicalmente de lo que reflejaba una película que está en las antípodas de su espíritu aunque haya gozado de más popularidad, “Valahol Európábahn” del húngaro Géza von Radványi, también de ese año copernicano de 1948, que - a pesar de Béla Balázs - subraya inncesariamente, trata de sublimar (hasta las sombras) y termina emborronando todo lo que toca.
Ese film y otros muchos además han contribuído a alimentar una deriva que apenas considera a los niños suficientes para encarnar dramas y necesita usarlos metafóricamente, como si en sus cuerpos y mentes aún por desarrollar no se terminaran realmente de resolver las cuestiones planteadas: pequeños ladrones, proyectos de tiranos, precoces prostitutas, inadaptados que deberán integrarse.
Quizá es lo que, por pura reacción al canon establecido, también llevó al propio Rossellini a suprimir palabras, hacer el silencio, golpear donde más dolía y radicalizar tajantemente el tramo final de su película.
Los niños de Shimizu podrían ser siempre eso, niños, nadie les espera más adelante ni hay que hacer abstracción alguna de lo que dicen o hacen. LOS NIÑOS DEL PARAÍSOHachi no su no kodomotachi”, que es fluída, sobria y hasta pícara, con estructura de comedia de aventuras a pesar de que apenas queden resquicios para las alegrías, llega a sus escenas cumbre - que son literalmente dos cimas, dos escaladas - sin preparación ni previo aviso, con esa alquimia que saca a relucir la épica y la poesía de la más absoluta naturalidad, como sólo otros gigantes - Ford, Donskoi y no sé si alguien más - lograron plasmar. La primera de ellas, impresionante en sí misma aunque no hubiese nada más rodeándola ni otorgándole sentido, planificada ejemplarmente y con un uso del punto de vista asombroso, desarmantemente original, se desarrolla en las ruinas - piedra retorcida que parece extraterrestre - sobre un promontorio desde el que se ve (apenas, sin abrir el plano, en segundo término) el dantesco espectáculo en que quedó convertida Hiroshima. Allí los niños buscan a la chica que en algún momento se separó de ellos. Tiene toda ella un extraño aura que hermana pasado y presente y merece figurar por derecho propio entre las más excelsas escenas de los años 40.
La segunda es su carnal contracopia. Un niño carga sobre sus espaldas a otro enfermo que quiere ver el mar, que es el único recuerdo que asocia a su madre. Ni alusiones ni simbolismos ni el destino ni el futuro ni la guerra ni la muerte. Sólo un niño subiendo fatigosamente una montaña con otro agotado, inmóvil, a cuestas.
Armada sobre planos generales (y sentando un claro y muy lejano y perfecto precedente para lo que tan nuevo parecíó en Kiarostami), tiene pequeños detalles en fulgurantes insertos de su sufrimiento y un inolvidable plano al llegar arriba que yo al menos tengo por uno de los tres o cuatro más acongojantes que ha dado el cine. Es la escena que cualquiera enseñaría para mostrar la grandeza de Shimizu.
Se hace muy difícil hablar de un film así.
Sólo queda proyectarlo, cuantas más veces mejor, corregir el desagravio cuanto antes, porque no podemos permitir que por más tiempo permanezca desconocido.

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