Por Ana María Constaín
Eloísa empezó hoy un curso de vacaciones. No quiero ir, me
dijo esta mañana.
Te pregunté si querías y dijiste que si.
¡Pero no quiero ir! Repitió. Esta vez llorando. No me gusta
ese club.
No es la primera vez que ella me dice algo así. No quiero ir
al colegio. No quiero ir al parque. Me duele la barriga.
Mi primer impulso es creerle. Respetar sus decisiones.
Los niños siempre dicen la verdad.
Si dice algo así es por algo.
He aprendido a no hacer caso de esta voz, que nace de mi
necesidad de ser una buena madre y no dañar a mis hijas, y ver un poco más allá.
Eloísa, ¿tal vez estas nerviosa? ¿No conoces a nadie y tienes
pena?
Si mamá. Me abraza llorando.
¿Te acuerdas que otras veces te ha pasado? ¿Y que luego vas y
conoces gente y pasas muy rico? Tu haces amigos muy fácil!
Bueno mamá lo voy a intentar.
Ya en el paradero me dice nuevamente. Mamá estoy muy
nerviosa. Tal vez no fue buena idea venir.
Lo sé. Yo también me he sentido así. Pero si por miedo
dejaos de hacer cosas, nos perdemos de mucha diversión… (créeme, lo he
aprendido a las malas!)
Eloísa, como tantas otras veces, atravesó ese momento
difícil y tuvo una gran experiencia.
Esta y tantas otras veces he estado en el dilema de
respetarla. Creerle. Cambiarla de colegio. Dejarla en casa. No forzarla a
comer. No forzarla a ir a sus clases de natación. Permitirla que decida. Que
elija. Al final ella sabe de ella misma más que yo.
Los niños siempre dicen la verdad.
Pero mirándome y mirándola logro acallar tantas voces y
puedo ser su mamá.
La mamá adulta que ella necesita para acompañarla,
sostenerla, cuidarla, empujarla, tomar las decisiones importantes, oírla más
allá de sus palabras.
Siendo mamá y trabajando con niños, he aprendido que en nuestro
afán de proteger a los niños, respetar sus derechos, escucharlos y satisfacer
sus necesidades, nos hemos ido a extremos que no solo no logran nuestro
cometido, sino que generan nuevas formas de abuso y desprotección.
Hemos idealizado la infancia. El respeto por los niños se ha
convertido en una devoción, a veces exagerada, que convierte a los pequeños en
seres omnipotentes.
Hemos idealizado la infancia poniendo en ella todo aquello
que consideramos perdido. La conexión con la vida. Con el cuerpo. La
autenticidad. La espontaneidad. La preciosa capacidad de vivir en el presente.
La alegría fácil. La ingenuidad. La inocencia. La brutal honestidad. La
capacidad de pedir y de saber lo que se quiere.
Y vivimos en la ilusión de que si protegemos esto en los
niños, entonces lo conservaremos. Haremos un mundo mejor.
En esta ilusión, dejamos de ver a los niños reales. Dejamos
de escucharlos. De sentirlos.
Solo vemos su luz. Solo vemos la proyección de lo que
queremos que sean. Porque se han convertido en nuestra esperanza. Nos
alimentamos de ellos para llenar nuestros propios vacíos.
Los convertimos en nuestros héroes.
En esta, nuestra devoción por los niños, los dejamos solos.
Porque les damos un poder que aún no tienen. Al menos no en
todas las dimensiones.
Si creo que los niños tienen una conexión espiritual muy
pura, que los hace sabios de muchas maneras.
Pero los niños son seres humanos. Personas que dependen de
los adultos para sobrevivir. Que necesitan de guías para entender como funciona
el mundo. Alguien que les enseñe un lenguaje. Que les ayude a regular sus
emociones. Alguien que les ayude a traducir un mundo de sensaciones que ellos
apenas empiezan a comprender.
No. Los niños no siempre dicen la verdad.
Porque no son capaces aún de poner en palabras lo que les
pasa en su mundo interno. Necesitan con urgencia alguien que cuestione esas
palabras y les ayude a ponerse en contacto con su necesidad genuina.
Hoy, muchos niños tienen una omnipotencia desmedida. Deciden
sobre asuntos muy importantes. Sus palabras no son jamás cuestionadas. Sus
acciones, por dañinas que puedan ser, envueltas en un halo de luz
enceguecedora.
Los niños no siempre dicen la verdad.
No quiero ir al colegio, puede significar tengo miedo de lo
desconocido.
No tengo hambre, puede ser prefiero jugar
Quiero tener un hermanito, tal vez sea me siento solo,
Mi profesora me pegó, tal vez signifique abrazo a mi amigo,
tengo celos, y quiero que la regañen.
Incluso en el testimonio de crueles abusos y castigos,
Los niños no siempre dicen la verdad
Viven en un mundo fantástico donde la realidad se mezcla con
la fantasía.
No entienden con claridad que es lo que quieren y necesitan
y dicen lo que creen que puede calmar sus sensaciones desagradables.
Los niños si manipulan. Por supuesto que lo hacen. Porque
están aprendiendo a conseguir de su ambiente lo que necesitan. Y son hábiles en
entender cómo lograrlo. A veces son caprichosos. Están en contacto con el
placer de la vida y por supuesto prefieren lo que más placer les da. No solo lo
que mejor les viene.
Porque los niños no son solo pureza e inocencia.
Son seres humanos.
Con luces y sombras.
Con emociones, necesidades y deseos.
Si. Su esencia es impecable. Como la de todos los seres
humanos.
Pero los niños no son solo esencia. Son personas. No es que
el mundo los contamine. Es que ellos son parte de ese mundo dual. De bondad y
maldad. Ese es también su aprendizaje. Su experiencia.
Y negarles esto es negar una parte de ellos.
Es amarlos condicionalmente. Obligarlos a esconder todo
aquello que no quepa en nuestra idealizada idea de niñez impoluta.
Así que los niños no siempre dicen la verdad.
Si fallamos en comprender esto, fallaremos como adultos. Los
desprotegeremos.
Responderemos a sus pedidos egocéntricos propios de su edad.
Los privaremos de experiencias necesarias para su crecimiento. Castigaremos a
otros injustamente, desatando sentimientos de culpa. Les daremos el poder de
decisiones que no les corresponde.
Los haremos adultos antes de tiempo.
Los niños nos necesitan adultos. Capaces de contenerlos. De
traducir sus torpes palabras para adentrarnos en su mundo interno y satisfacer
sus verdaderas necesidades. No las que desde su mundo infantil pueden
verbalizar. Nos necesitan adultos para contenerlos y que no se desborden. Que
les enseñemos del mundo y sus formas. Que los ayudemos a vencer obstáculos
saliéndose de zonas cómodas y cálidas.
Los niños no necesitan que hagamos caso a sus palabras
ingenuas. Que llenemos sus insaciables pedidos. Que los convirtamos en el
centro de nuestro mundo y en nuestra
fuente de sabiduría.
No.
Los niños nos necesitan adultos.
Para que puedan ser niños. En toda la extensión de la
palabra
(con las luces y sombras)