Los niños quieren jugar. Lo piden todo el tiempo.
Quieren crear, trasformar, contar historias, expresar sus emociones, elaborar las situaciones cotidianas, a través de los objetos, hacer eso que su mundo interno aclama.
Quieren divertirse, reírse, tocarse, demostrar su fuerza y su poder. Cuidarse entre ellos, demostrar sus talentos, adquirir los poderes que tanto les hace falta en la vida.
Quieren descubrir como funciona el mundo, sentir con todo su cuerpo, concentrarse para lograr eso que tanto quieren por motivación propia.
Eso quieren.
Pero ahí estamos los adultos interrumpiendo. Prohibiendo. Dirigiendo. Ordenando. Controlando. Interviniendo.
Pasándoles nuestros miedos.
Pidiéndoles que sean productivos.
Haciéndoles creer que el mundo es un lugar serio en el que no hay tiempo que perder.
Envidiando su alegría y placer.
Angustiándonos por sus emociones genuinas y expresiones auténticas de las que tanto carecemos.
En lugar de ser obstáculo observemos. Contagiémonos de su risa y su pasión. Confiemos. Recordemos a su lado lo inmensa que es la existencia y lo rico que puede ser vivir.