En la existencia de esta singular pareja, que vive prácticamente encerrada en un cuarto y cuya rutina consiste en discusiones continuas que no llevan a ningún lado, solo es admitida la presencia de Gérard, amigo de Paul, un joven muy distinto a éste, mucho más comedido y educado, pero que necesita compartir experiencias con los hermanos, con quienes compartirá también sus vacaciones. Luego también será admitida a este club tan exclusivo, con algunas reticencias, Agathe, a quien conoce Elisabeth cuando se decide a buscar trabajo en una boutique. Juntos van a crear un universo propio entre las cuatro paredes de la habitación, al margen de la realidad exterior, en una especie de realidad placentaria en la que se sienten perfectamente cómodos y felices. La última oportunidad de comenzar una vida más ordinaria será malograda cuando muera Michael, el rico pretendiente de Elisabeth. La herencia que le deja éste hará que los jóvenes puedan habitar el resto de sus días en un palacio, cuyas amplias estancias pronto serán demasiado para unos seres que solo ansían languidecer juntos en una cómoda habitación.
Esta utopía íntima, en la que el juego se vuelve mucho más importante que la vida real, solo puede ser malograda con el regreso, aunque sea de forma indirecta, de Darnelos. Si su bola de nieve desencadena el principio de la historia, su veneno, un regalo inocente, será el que precipite el final, precediendo al mismo la ruptura del frágil equilibrio en la convivencia de los cuatro convivientes. Los niños terribles es una especie de resumen de las obsesiones de su autor, de la imposibilidad de vivir al margen del mundo real, del placer y la locura que desencadenan la voluntad de crear una existencia basada en la fantasía y en el ensueño en la que la idea de libertad se base ante todo en la inexistencia de obligaciones dentro de un espacio limitado en el que presuntamente uno se encuentra plenamente caliente y seguro. La versión cinematográfica de Jean-Pierre Melville constituye un complemento indispensable a la lectura de esta historia, pues supo plasmar perfectamente en imágenes el universo planteado por Cocteau, una tarea nada fácil, en la que participó el propio escritor recitando pasajes de la novela con voz en off.