No se lo había contado hasta ahora pero cuando volvía de París con mis cuatro niñas tuve una revelación mística. De esas que se aparecen ante sus ojos con la contundencia de los dogmas de fe. Íbamos en la furgoneta, saliendo del aeropuerto con nuestras maletas y nuestros buenos recuerdos. Las niñas estaban a punto de caer rendidas después de un viaje que calificaremos como intenso cuando, por primera vez desde que se me revolucionaron los ovarios en un frenesí reproductivo, me sentí satisfecha. Plena incluso.
Y pensé: quizá plantarse sea esto. Quizá no querer reproducirse más empieza con esta sensación de que la vida está bien así. Cuatro niñas son, o deberían ser, más que suficientes para cualquiera en un estado de relativa cordura hormonal. Acto seguido reparé en el estuche que yacía en mi bolso repleto de elementos de higiene femenina que había hecho el viaje de ida y vuelta a París sin abrir. Qué tontería me dije. Dos días no son nada.
Una semana después, el estuche seguía yaciendo en mi bolso muerto de risa- literal, estos cacharros tienen muy mala baba- y el padre tigre se paseaba por la casa con cara de mucho pánico. No le culpo, es el miedo lógico de una persona con seis bocas que alimentar. No digamos ya siete. Y digo siete porque a esas alturas era ya evidente que, o bien tenía el útero ocupado, o mi endometrio se había rendido a una menopausia prematura. No caerá esa breva, se lamentó el padre tigre acongojado. Y tenía razón.
La noticia de un quinto embarazo no puede confiarse a uno de esos test de farmacia. No son lo suficientemente sutiles ni diplomáticos para lidiar con el cúmulo de sentimientos encontrados que asolan la frágil psique del varón copulador. El quinto embarazo hay que dejarlo caer por su propio peso. Ya se encarga él sólo de manifestarse de forma temprana y contundente.
No en vano, a las siete semanas, ya hubo una holandesa muy osada que se atrevió a darnos la enhorabuena sin conocernos apenas. Poco después nuestra maña preferida hizo gala de su ojo clínico al detectar lo indetectable en una instantánea desafortunada. En Febrero la cosa era ya blanca y en botella pero nos resistíamos entre risas algo histéricas a buscar confirmación médica de lo que ya sólo podía ser un embarazo en toda regla o un caso de flatulencias galopantes.
Con el paso de las semanas el padre tigre fue recuperando la alegría de vivir pero todavía se despertaba alguna que otra noche presa del terror. La sola idea de que fueran dos y sumaran cuatro equis le tenía en un sin vivir. Había llegado el momento de ponerse en manos de un especialista. Especialista al que tuve que mentir por no explicarle que se encontraba ante un embarazo de doce semanas sin confirmar. Confirmada pues la presencia de un único cigoto en mi útero pasamos a la fase de análisis y pruebas varias que se tornaron en una pesadilla que ya les contaré en otra ocasión menos feliz que la presente.
Hoy es un día para buenas noticias. Como lo leen señores, La Quinta está en camino. En casa tigre estamos todos encantados. Las niñas, la madre y, por supuesto, el sufrido padre. Qué quieren que les diga, ese hueco en la furgoneta había que llenarlo. Uno puede ser cabal, responsable y apelar a la más aplastante de las lógicas pero, al final, lo que cuenta es lo otro. Lo que no atiende a razones.
No me negarán que es el regalo perfecto para el día de la madre. Y además es DIY. Del bueno.
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