Con ocho películas y media en su haber (no olvidemos el segmento El hombre de Hollywood en Four Rooms) Quentin Tarantino nos ha puesto demasiado fácil el situar a Los odiosos ocho como esa película que resume una carrera. Al igual que Fellini hiciera con su obra maestra, el director de Tennessee acoge su octava creación larga como una reivindicación de sí mismo y de su obra realizando de esta manera la que quizás sea su película más personal, sin dejar de lado su lado más referencial y regurgitador.
En Los odiosos ocho la principal fuente de inspiración es el propio Quentin Tarantino, es decir, ya no le hace falta fijarse en otros directores a los que robar (“Los grandes artistas copian, los genios roban” decía Pablo Picasso) sino que él ya es lo suficientemente grande para que el autoplagio se convierta en la norma. En cierto modo, se podría decir que Los odiosos ocho reformula y amplifica todo lo que Tarantino ya hizo en Reservoir Dogs: un grupo de personajes ciertamente sospechoso, unos pocos escenarios y una continua tensión marca de la casa. También podríamos afirmar que Tarantino alarga lo que consiguió en la magistral secuencia de la taberna de Malditos bastardos: esa idea de que todo puede explotar por los aires en cualquier momento, que cualquier personaje es prescindible y que la imprevisibilidad es la que manda.
Resumir todos los palos temáticos que Tarantino plantea en Los odiosos ocho es realmente una ardua tarea. En los largos monólogos marca de la casa se cuelan agudas reflexiones sobre el racismo, la guerra, la violencia, la justicia y, sobre todo, la mentira. Porque Los odiosos ocho es sobre todo una película sobre las apariencias. Los ocho personajes (más uno) son mitos de algún modo: legendarios forajidos, viejas glorias de la guerra, célebres cazarrecompensas se dan cita en una mercería para descubrir quién es quién. Nadie es quien dice ser pero todos conocen historias sobre las andanzas de sus oponentes. Estas historias forman una mitología de personajes, más grandes que la vida en las leyendas que se cuentan sobre ellos, pero que en realidad no son más que un puñado de miserables.
Otras de las marcas de estilo de Tarantino a lo largo de los años han sido esos juegos temporales, trascendiendo más allá de los flashbacks, que siempre propiciaron roturas de tono y la ampliación de los puntos de vista en la narración. En este caso, las narraciones de los personajes, es decir, las historias que cuentan sobre ellos mismos y sobre los demás van añadiendo capas a Los odiosos ocho hasta convertirse en otro de los temas de la película: cómo se cuentan las historias, cómo estas trascienden su mitología y ganan su libertad más allá de sus oradores.
Como ese amigo al que siempre escuchas contar una anécdota y cada vez va trufándola de nuevos detalles, Tarantino vuelve a contarnos lo mismo que nos lleva contando desde hace más de veinte años y con prácticamente los mismos actores: solo el añadido de la soberbiamente machacada Jennifer Jason Leigh nos hace recordar el gran escritor de personajes femeninos que es Quentin. Así, a las ya imprescindibles Jackie Brown, La novia y Shosanna, se une la implacable Daisy Domergue que le ha valido a Jennifer Jason Leigh una merecida nominación al Oscar. No menos soberbio está también Samuel L. Jackson en su interpretación de Marquis Warren, que si hubiera justicia en este mundo le habría granjeado al actor una nueva nominación por esta suerte de Hercules Poirot en el Oeste.
Los odiosos ocho muestra así de nuevo el radical talento de Quentin Tarantino al que quizás se le pueda reprochar algo de exceso en el metraje, fruto del consumado amor que siente por las palabras que ha escrito y por los actores que las declaman. Pero, aun así, es este un defecto muy menor que viene compensado por un elenco en estado de gracia, una puesta en escena y un trabajo de cámara obra de Robert Richardson que por ser comedido no deja de ser excepcional y la recuperación para nuestros oídos del gran Ennio Morricone que entrega una partitura maestra en su regreso al western.
Siempre ha comentado Quentin Tarantino que quiere dejar una filmografía de solo diez películas y en su octava (y media) demuestra que su fuente creativa está lejos de agotarse. La tristeza nos invade al pensar que solo quedan dos.
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