Martina mira con el vacío instalado en su iris. Martina mira sin mirar. Con demasiado miedo para que la mirada se convierta en un acto consciente, en una declaración de intenciones: en una acción que una mano pueda reprocharle a golpes. Martina rehuye mirar, a sabiendas de que la mirada ya le ha supuesto violencia, gritos, la horca.
Ella ha aprendido que la lección más dura llega del hombre, de la palabra que, cree, solo carga injusticias, de todos nosotros; para Martina, todos somos dolor, y miedo, y muerte, y al salir de Almería, de la furgoneta, del transportín, ninguno podemos demostrarle lo contrario de inmediato. Por ello, no lo intentamos; solo paseamos, y la entramos con dificultad en otro coche, en otro transportín, y se bloquea, se aleja, se expatria de sí misma de nuevo.
Fotografía de Martina el sábado de su llegada a Barcelona.La historia de Martina está construida de vacíos más que de hechos. Vacíos que construyen retazos que construyen historias: una perra de la calle, un embarazo, una soga al cuello. Quizá fue la caza o la falta de justicia y ley; quizá solo desatención y maltrato. ¿Quién puede saberlo? Se trata de historias que son y no son. Y en ese negro hubo locura que terminó por conquistar su mirada: si consigues que sus ojos apunten hacia ti, observas incomprensión, y espanto, y paranoia. Observas ojos que luchan en el interior de sus cuencas, que parecen intentar escapar, y aunque sea un acto inconsciente, es una de esas tristezas enquistadas a las que resulta imposible acostumbrarse. Las heridas del cuello, de las patas… las heridas del cuerpo sanan, pero no las del alma; el alma continua desangrándose, y su respiración, su cola, su forma de moverse por una calle céntrica del Ensanche barcelonés así lo indican.
La historia de Martina es la historia de los doscientos perros de su perrera. Perros bautizados rápido con nombres que se piensan un instante por necesidad; perros frente a rostros que no podrán entender por qué esa perra y no otra si todos comparten desgracia. Pero hay algo que todos ven, y es que Martina vive sumida en la adversidad desde mucho antes del septiembre de su embarazo; desde mucho antes del miedo a la gente, y las carreras por los campos de Almería, de las charlas sobre su rescate y el deseo teñidos de marrón y de amarillo más que de verde, y de sudor que se seca bajo un sol que no ofrece misericordia entre jadeos y cansancio.
Martina en el parque de la desembocadura del río Besós, que separa Barcelona de los municipios de Badalona y Sant Adrià.Ahora, Martina ha salido de Almería, de la furgoneta, del transportín y ha olido un árbol cercano a la Diagonal. Puede parecer nada, pero es un mundo: el olfato llega cuando deja de temblar, de mirar a todas partes a la vez, de tratar de zafarse, de escapar, de observar cómo los grandes espacios que se pierden entre olivos y naranjos se convierten en pavimento, en edificios que suben al cielo y en el ruido eterno que pervive en el acceso a una capital; cuando trata de no alejarse más y más de nosotros, de correr en otra dirección, de no ser. Después de todo esto, Martina huele; huele el tronco de un árbol por un instante, y vuelve el temor, el huir y el no ser. Vuelve Martina y la horca; Martina y el miedo; vuelve Martina. La Martina que es y no es, porque Martina solo sabe ser no siendo, y ese es el inicio del trabajo, de un nuevo camino, de su segunda vida.
—No es cosa de un día, ni de un mes. Pero es bueno que no intente huir, que huela algo: que tolere nuestra presencia —dice mi amigo Antonio, que es educador canino, y, sin saberlo, me muestra el inicio de una historia mejor.
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Martina está en Barcelona gracias a Acción por el Rescate de los Desfavorecidos (ARD), quienes han confiado en Conectadogs —y, en concreto, en el educador canino Antonio Soutiño— para iniciar un programa de rehabilitación para Martina y se ocupan del coste monetario, que se inició el sábado 15 de julio de 2017.
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