Mi abuelo murió ciego. Terminó la vida con el tacto de sus manos en mi cara. Reconociendo los rasgos de su nieta con sus dedos y no con sus ojos. Ojos que se volvieron blancos, impolutos, por la tristeza. A medida que apagó su luz, sus ojos se entelaron. Siempre he pensado que ya no quería ver más, que deseaba tener los ojos cerrados aun teniéndolos abiertos. Dejó de mirar, pero lloraba igual. Recuerdo la bisabuela ciega de Sara Herrera Peralta. Su maldición a las herencias tristes. Yo también las maldigo. La tristeza de morir sin ver el cielo, tal vez por eso no deje yo de mirarlo siempre. Para ser sus ojos y absorber todo el azul. Porque el cielo no se palpa como la cara o las manos de una nieta. Recorrí Finlandia estudiando sus cielos. Cómo aparecía el tímido sol, allá a lo lejos. Y en una hora se encendía como una llama para irse yendo de nuevo. Un espectáculo para los ojos. Para los míos una bendición. Estar atenta permanentemente a la luz, a sus cambios, a su brevedad. Calcular sus tempos. Comprobar cómo su furia roja, en el momento álgido del día, se marchaba sigilosamente para dar paso a la noche de nuevo. Un anochecer de un azul intenso y luminoso, aún con los rescoldos crepitantes, seguro. Ahí también pensé en él. Entre la nieve y el fuego, como su claridad y sus tinieblas. Los cielos nórdicos me llevaron a las contradicciones de mi abuelo. A 4000 km le expliqué todas esas nubes nuevas.
Lo que vemos ahí arriba es siempre pura inspiración. El duendeque diría Lorca, no el ángel o la musa, no, el duende. El que viene de dentro, de nuestro interior, la magia que nos enciende todo lo que sentimos. Como dijo el poeta, el fuego con el que ardió el corazón de Nietzsche era el duende. Estaba convencido de ello, que era el dolor mismo, la conciencia hiriente de lo trágico; pero que a su vez también era la compensación a toda contradicción, a nuestra lucha. Igual que el cielo finlandés. Hielo y brasas, fundidos en un suspiro. Una hebra en el horizonte que te obliga a admirar esos cambios inminentes de luminosidad. Si no eres ciego es inevitable vivirlo, si no eres ciego.Regresé observando la cantidad de fotografías de paisaje aéreo que había hecho. Contemplé los diferentes tonos, la variedad de su luz, el hilito ardiente en la lejanía… y me di cuenta de lo que había vivido, de las nubes que había cazado para mi recuerdo, como Emilio Prados. Y me dije que me quedaría para siempre con esos días azules y ese sol de…