Revista Opinión

Los ojos del reino

Publicado el 23 enero 2020 por Carlosgu82

LOS OJOS DEL REINO

Gisela tenía siete años y unas ganas enormes de conocer el mundo. Sabía que sus padres le habían puesto ese nombre porque la madre de su padre se llamaba así, aunque ella nunca la conoció. Era una niña alta, muy rubia, su piel era muy clara y tenía una larga melena que se recogía siempre para que no le molestase cuando trepaba por los árboles y corría detrás de cualquier animal con el que se cruzaba, tenía un cuerpo atlético, siempre estaba corriendo de aquí para allí, y aunque era muy golosa y podía comerse una tarta entera de frambuesas, que era su favorita, no engordaba. Había algo que hacía a Gisela especial, y eran sus ojos, tenía un ojo de cada color, su ojo derecho era azul celeste, y el izquierdo, negro azabache, sus padres se preocuparon mucho cuando nació, aquello podría traerles muchos problemas si alguien lo descrubia. 

   A Gisela le gustaba mucho donde vivía, su casa, estaba situada en lo alto de un gran árbol desde donde podía contemplar todo aquel valle de montañas majestuosas, donde el sol cuando salía las acariciaba como acaricia una madre a su bebé, el río que lo atravesaba, a veces enfurecido a veces calmado, dónde tanto le gustaba ir a bañarse aunque el agua fuese fría, dónde disfrutaba sentándose en la orilla esperando para ver a los peces que de vez en cuando saltaban, allí arriba, desde las alturas de aquel árbol todo parecía más cerca, las montañas, el río, los árboles, desde aquél lugar se sentía grande, segura, y dueña del mundo, un mundo que anhelaba conocer. Ir más allá de aquellas preciosas montañas que la rodeaban y descubrir nuevos paisajes, era su mayor anhelo.

   Por las noches le gustaba salir a la terraza a contemplar las estrellas, le encantaba conocerlas y distinguirlas, su padre Alexander, que era así como se llamaba se lo había enseñado, siempre decía que en caso de perderte puedes orientarte gracias a ellas,  su padre sabía muchas cosas, también le había enseñado a leer y escribir, y aunque solo había un libro en casa, ella no se cansaba de leerlo, trataba del comercio en los puertos de mar, mercaderes, viajes y piratas, aquél libro le hacía crearse sus propias imágenes de lugares que nunca había conocido, y que tanto soñaba con conocer.

   Otra de las cosas que también le había enseñado su padre fue a diferenciar las plantas comestibles de las que no lo eran, y las propiedades medicinales de todas ellas. Como él siempre decía, era una obligación conocerlas si querían sobrevivir en caso de enfermarse o accidentarse, su padre sólo quería que sus hijos supieran cuidarse solos porque en los tiempos que corrían podía pasar cualquier cosa, si a él o a su mujer les pasaba algo, ellos se quedarían solos y necesitaba asegurarse   que sabrían sobrevivir. Le enseñó también a construir cabañas, a pescar, a plantar…. Cuando ella le preguntaba de dónde había aprendido todo lo que él sabía nunca le respondía.

   Su madre se llamaba Agnes, no sabía leer ni escribir, pero sabía muchas historias, todas las noches después de cenar contaba una historia fascinante de aventuras, con las que Gisela fantaseaba luego cuando se acostaba, creyéndose ella la protagonista de aquél relato. Con su madre, Gisela tenía mucha complicidad, su madre era su mejor amiga, y a la que le contaba todas sus cosas. Su madre sabía del deseo de su hija por viajar y conocer otros mundos, por eso inventaba aquellas historias tan aventureras porque sabía que su hija disfrutaba mucho escuchándolas. De su madre había aprendido a cocinar, a procesar y conservar alimentos, a hacer ropa con pieles, a tejer la lana de las ovejas, …, pero, sobre todo, de su madre había aprendido a soñar.

   Gisela era la pequeña de tres hermanos, Nazan de doce años y Amund de nueve eran sus dos hermanos mayores. Se llevaba bien con ellos, aunque siempre la hacían rabiar, y no la dejaban jugar con ellos porque decían que era una niña, y una niña no tenía la misma fuerza que ellos, esa era la excusa que le ponían siempre para no dejarla jugar. Con Nazan era con quién más tiempo pasaba, y con el que más unida se sentía, él había sido el encargado de cuidarla cuando era pequeña y sus padres no podían por trabajo. Nazan la llevaba a los bosques a pasear y le enseñaba el nombre de todos los animales e insectos con los que se cruzaban. Gisela admiraba a su hermano por todas las cosas que sabía. Con él nunca sentía miedo, aunque se encontraran con un oso, Gisela sabía que su hermano la protegería y la salvaría, para ella Nazan era el príncipe valiente que aparecía muchas veces en las historias que su madre les contaba antes de dormir. Amund era más reservado y tímido, no le gustaba leer ni tampoco las historias que su madre les contaba, las encontraba aburridas, ni entendía por qué a su hermana le gustaban tanto. Su pasa tiempos favorito era su tirachinas, un tirachinas que le había hecho su padre cuando tenía cuatro años, y que todavía conservaba como nuevo. No había blanco que se le resistiera, su habilidad era asombrosa, tanto que cuando salía a cazar con su padre y su hermano, el que más cazaba siempre era él.

   Había un gran establo no muy lejos de la casa donde había animales de todas clases, desde gallinas, ocas, cerdos, ovejas, hasta un burro, algunos de aquellos animales les servían como alimento y para hacer ropa de lana o cuero, pero también servían para cambiarlos por productos necesarios de los que no disponían, aquel intercambio se llamaba trueque, y era la forma de pago más utilizada por los campesinos y las familias plebeyas, igual pasaba con todo el cereal que cultivaban en las tierras de alrededor y las verduras y legumbres que cosechaban en la huerta que había justo al lado de la casa. Ese intercambio era posible gracias a Camper.

Camper era un hombre de mediana edad, alto y de complexión fuerte. Se dedicaba a navegar por los ríos del condado de Kalmar, transportando alimentos, bebida, utensilios y todo tipo de cosas que le demandaban los habitantes de las distintas aldeas por las que pasaba. Camper llevaba cinco años dedicándose al comercio, justo los años que hacía que había muerto su esposa Clara. Había estado casado algo más de treinta años y no había tenido hijos. Toda su vida se había dedicado a cultivar las tierras de su granja, unas tierras privilegiadas heredadas por su esposa que daban las mejores cosechas de todo el contorno de Graspi. Así se llamaba la aldea en la que había pasado los mejores años de su vida. Allí su esposa y él además de cultivar las tierras se dedicaban a ayudar a las familias más pobres que no tenían recursos para subsistir, les ofrecían comida e incluso techo hasta que conseguían alguna tierra que cultivar. Todos los domingos del año organizaban una gran comida en su granja, donde no faltaba pan, quesos, carne de cerdo, vino y fruta. Allí acudían todos los niños de la aldea acompañados de sus padres, para Clara era el mejor día de todos, las risas y alegría de aquellos niños comiendo y jugando le hacían sentirse viva. Clara nunca pudo superar el no haber podido tener un hijo.

El día que murió Clara, Camper se volvió loco, se encerró en su casa y no habló con nadie durante casi un año entero, al principio los niños iban a visitarlo preocupados por él, pero sus insultos y su trato hicieron que dejaran de ir a visitarlo. Aquellos niños le recordaban a su mujer y no podía soportarlo. Clara era toda su vida, nunca imaginó su vida sin ella, era su mujer, su amiga, su compañera, lo era todo para él, y su mundo desapareció con ella, ya no tenía sentido seguir viviendo en aquella granja sin ella, así que, un día decidió coger su gran barca y marcharse de allí, alejarse de todo lo que pudiera recordarle a su mujer y se dedicó a viajar de un sitio a otro. Con el tiempo su dolor se fue suavizando y su pena también, su nueva vida consistía en viajar de un lado para otro así que decidió que así seguiría, se dedicaría al comercio entre aldeas con su barca, y así fue como conoció a Gisela y su familia.

Camper los visitaba una vez cada dos meses para llevarles las provisiones que le encargaban. Gisela esperaba siempre la llegada de ese día con mucha impaciencia, el señor Camper era la única persona con la que Gisela se relacionaba además de con su familia y le encantaba hacerle todo tipo de preguntas sobre la vida de las gentes de las aldeas y ciudades que el visitaba y las cosas que pasaban allí.

 La aldea más cercana al hogar de Gisela se encontraba a cinco días a pie aproximadamente río abajo llamada Ebron, de ella no conocía nada, nunca había oído hablar a sus padres nada de aquel lugar, una vez les había preguntado si habían estado allí y los dos le contestaron al mismo tiempo que no, no entendía porque nunca iban ellos a comprar las cosas que necesitaban, y aunque se lo preguntaba, estos siempre le contestaban que no era necesario, y que además era peligroso. Nunca preguntó por qué sería peligroso ir, no le dio importancia, le daba igual, Camper la llevaría a visitar aquella aldea cuando cumpliera doce años, ese era el trato que había hecho con sus padres, conocer Ebron cuando cumpliera esa edad.

 A cambio ella debía aplicarse y esforzarse en aprender todo lo que sus padres le enseñaran hasta que llegase ese día. Gisela era un espíritu libre, y le costaba centrarse en las tareas que tenía que hacer, y no prestaba atención a las enseñanzas de sus padres. Hasta entonces se pasaba todo el tiempo buscando la manera de escabullirse para irse al bosque y perderse en él en busca de aventuras.

Faltaba menos de una semana para la llegada de Camper, y ya empezaba a ponerse nerviosa, ¿qué le traería esta vez? Cada vez que los visitaba le llevaba un regalo, pero esta vez el regalo sabía que sería doble, porque coincidía que era su cumpleaños, el último regalo que le había hecho Camper había sido un perrito de apenas un año, de raza pequeña, negro y pelo rizado, y al que le había puesto el nombre de Kyan. Desde aquél día eran inseparables.

Gisela se levantó muy temprano como siempre para ayudar a sus padres y a sus hermanos con todas las cosas que había que hacer diariamente, limpiar el establo, dar de comer a los animales, ayudar en la huerta, pero además ese día ayudaría también a su madre a hacer un gran pastel de moras que le hacía siempre el día de su cumpleaños.

Esa mañana Agnes, mientras todos trabajaban hizo la comida, y se fue a recoger moras, era el cumpleaños de Gisela, y le había prometido su pastel favorito. Cuando iba a recoger moras, solía ir a una zona que estaba un poquito alejada de la casa, junto a un río donde el agua corría siempre muy limpia y fresca. Ese día hacía mucho calor, después de haber recogido todas las moras que necesitaba decidió darse un baño para refrescarse. Cuando estaba a punto de meterse en el agua escuchó un gran ruido, se quedó mirando hacia el lugar de donde provenía aquel sonido tan extraño cuando de repente sintió un gran temblor bajo sus pies. Todo pasó muy rápido, en cuestión de segundos Agnes desapareció.

Gisela estaba en casa, encima de aquel árbol centenario, mirando por la ventana asustada sin entender que había producido aquél ruido, comenzó a llamar a sus dos hermanos, Nazan y Amund pero ninguno contestó, de repente recordó que a esa hora deberían estar con su padre, recogiendo leña para cocinar no muy lejos de allí. Bajó corriendo de aquel árbol, tan rápida como pudo, tan rápida que cuando llegó al suelo le costaba respirar, sin detenerse a coger aire, salió corriendo en dirección al lugar donde debían estar su padre y sus hermanos. Cuando llegó estaba realmente agotada, su respiración era muy agitada, miró alrededor, pero allí no había nadie. Lo que se encontró fueron árboles caídos, ramas rotas y fango por todas partes.

-¿Qué ha pasado?, se preguntó.


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