Anna Seguí, ocd Puçol
Carta de Nura a Mara
Queridísima Mara:
Te cuento una sencilla anécdota de cuando todavía era una joven novicia. Recuerdo que, poco antes de comenzar la misa de los domingos, llegaba una señora muy anciana, vestida de negro, su ropa era muy sencilla y desgastada; usaba alpargatas que, nada más entrar en la iglesia se las quitaba y descalza, se iba acercando al presbiterio. Era todo un ritual dominical, siempre igual. Recogido el calzado en las manos y acunado en su pecho, de pie y sin distracción alguna, se santiguaba, miraba el sagrario, se santiguaba, miraba el Cristo, se volvía a santiguar, volvía a mirar el sagrario, volvía a mirar el Cristo, volvía a santiguarse. Sus labios musitaban alguna oración, mientras la mirada quedaba clavada en el Cristo que pende a lo alto y en el centro del presbiterio, solo y sin ornamentos que molesten el crudo gesto de su dolor y desnudez. En nuestra iglesia Cristo lo ocupa todo y así queremos que sea.
La verdad es que, domingo tras domingo, observaba con viva curiosidad a aquella mujer, de la que ni sabía su nombre. Entre ella y yo nos separaba la reja del coro, que impedía todo contacto externo. Pero un día, pegada a la reja, le hice una señal de que se acercara y la pude saludar. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo: Adelina. Entonces entablé una breve conversación. Le dije que me gustaba mucho verla rezar. Fue entonces cuando supe del hondo calado de su devoción y oración profunda, que me conmovió y marcó para siempre.
Es por esto, Mara, que hoy te hago este escrito en memoria de Adelina. Frente a frente y reja por medio, me dijo: Hermanita, yo siempre miro a Cristo. Jamás miro ni delante ni atrás, ni a un lado ni a otro. Yo solo miro a Cristo, siempre tengo puestos los ojos en Él y nada me distrae de esto. Me quedé impresionada, sacudida y asombrada. Le tomé la mano y se la besé con emoción. Pero ya iba llegando la gente y ella, siempre silenciosa, se retiró a sentarse y ponerse las alpargatas. Nunca más volví a hablar con ella, sin embargo, tras la reja, por tiempo y tiempo, nunca dejé de observar aquel ritual simple, ingenuo y libre. Yo intuía la firmeza de su fe, la hondura de una confianza y la espera de una acogida en el amor del Cristo, que Adelina amaba y adoraba.
Un domingo dejó de aparecer, otro también, y otro y otro. No pude menos que preguntar qué era de ella, y me dijeron que había muerto. Lo suponíamos, porque la comunidad tampoco estaba ajena a su ritual y devoción y la echaba de menos. Adelina había llamado la atención de todas.
Las breves palabras que sostuvimos juntas, quedaron tatuadas en mi corazón y siempre pensé que yo jamás sería mejor orante que ella; tampoco la oración es una cuestión de competencias, sino una conciencia de dejarnos adentrar en Dios, y Adelina estaba muy adelantada en ello. Tal vez sin saberlo, vivía lo que santa Teresa nos inculca tan vehemente a sus hijas:
“Los ojos en Cristo”; “Los ojos en vuestro Esposo”; “Los ojos en Él”; “Vile con los ojos del alma más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo”; “Los ojos en el verdadero y perpetuo reino que pretendemos ganar”; “Algunas veces me veía en términos que no sabía qué hacer, sino alzar los ojos al Señor”; “Pongamos los ojos en Su Majestad”; “Oh Señor!, que todo el daño nos viene de no tener puestos los ojos en Vos”; “Erramos el camino por no poner los ojos, como digo, en el verdadero camino”; “Pues nunca, hijas, quita vuestro Esposo los ojos de vosotras”; “¿Es mucho que a quien tanto os da volváis una vez los ojos a mirarle?”; “Miraros ha Él con unos ojos tan hermosos y piadosos”; “Poned los ojos en vos y miraos interiormente, como queda dicho; hallaréis vuestro Maestro, que no os faltará”; “Poned los ojos en el centro”; “Puestos los ojos en su grandeza, corramos encendidas en su amor”; “Pongamos los ojos en contentarle”; “Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco”.
Aquella mujer, anciana y menudita, parecía vivir en verdad todos estos decires que Teresa nos enseña. Y llegada su hora (hora de Dios), Adelina, a decir de Teresa, también: “como pobres necesitados delante de un grande y rico emperador, y luego bajar los ojos y esperar con humildad”, había cerrado ya sus ojos a este mundo, para tenerlos abiertos y fijos para mirarle por siempre a Él.
En nuestros días, querida Mara, vivimos envueltos por una realidad en que Dios está olvidado o pasado de moda, incluso desechado. ¿Qué sucede a los humanos? Tendríamos que hacer depender todo de servir y estar mirando, como Adelina, al Crucificado-Resucitado, para una vida feliz. Dios quiere contar con nosotros, que le miremos y sepamos de su regalarnos amor y ternura. Pero parece que solo damos espacio al dios de los dineros y los placeres del poseer, dominar y controlar. Vamos como desenfrenados y alocados, sin darnos espacios para la reflexión y el silencio orante.
Hoy, una vida para el Evangelio es algo obsoleto, resulta extraño y produce rechazo. Me parece escandaloso que Alguien tan profundamente importante y único como Jesucristo, sea tan desconocido en nuestro entorno, que no inspire el deseo de seguimiento ni suscite interés por ser conocido. Y por todo ello, Mara, nos queda una responsabilidad: si la gracia de Dios es la salvación del ser humano, nos toca lanzarnos a ser orantes en verdad, para que pase esta ceguera espiritual en la que vive abocada la sociedad humana de esta generación. Y Adelina, quizá sin hacerse tantas retoricas, sabía lo esencial, sin mirar ni a un lado ni a otro: “Los ojos en Cristo”. Así lo sepamos hacer.
Espero que te haya gustado conocer este poquito de Adelina, tan sencillamente evangélico.
Con amor y comunión, tuya siempre.
Nura.
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