III
La consecuencia inmediata de tan tajante declaración parece que hubiera debido ser la completa y definitiva erradicación del error teológico así declarado. Sin embargo, ni por los contemporáneos o sucesivos sujetos activos de la controversia, ni por la historiografía posterior, se extrajeron ni se han deducido las importantes aplicaciones prácticas que tal definición pontificia permitía utilizar17.
Lo que, por el contrario, sorprendentemente, se produjo, fue un absoluto predominio de la opinión inversa, que iba a neutralizar y desmontar rápidamente el baluarte jurídico-canónico de su condenación y a hacer prevalecer de modo fáctico el principio discriminador entre cristianos viejos y nuevos.
A qué se debiera esta extraordinaria mutación, habida cuenta de lo neto y terminante de los documentos pontificios establecedores de la postura ortodoxa, es algo que -repetimos- la historia del tema no se ha planteado hasta el presente, y que por nuestra parte nos aventuramos a explicar sólo hipotéticamente.
La condenación por Nicolás V del movimiento de subversión toledana de 1449 y de cuanto el mismo implicaba, comportaba un considerable contenido temporal. No era sólo el aspecto espiritual o religioso de su programa lo reprobado, sino la abierta rebeldía de sus actores frente al poder real: «sustrahemos la obediencia e subgeción que vos devíamos como a Rey e señor e administrador de la justicia; recusámosvos por señor sospechoso...; apelámosnos de vos, e de los agravios e sinrazones, fuerzas e injurias, daños, autos e procesos e cartas que contra nos en nuestro perjuicio habedes fecho e faredes», decía el alegato dirigido por los sublevados nada menos que al rey de Castilla18.
Tratando éste, Juan II, de recuperar ante todo la obediencia de su ciudad (lo que no sucedió sino en marzo de 1451), el corto pragmatismo de su política le precipitó a neutralizar anticipadamente las consecuencias de su anterior denuncia de la rebelión ante la autoridad papal. Gestionó y obtuvo de Roma, tan pronto como en 28 de octubre de 1450, la suspensión de efectos de la bula excomunicatoria del año anterior; otorgó su propio perdón a los toledanos, antes incluso de que la ciudad se le abriera; y, apenas ésta en su poder, consiguió la definitiva anulación por el Papa de los interdictos y censuras que contra sus habitantes había éste fulminado a su instancia19.
Más aún, apenas entrado en Toledo, ratificó la medida exoneratoria de cargos públicos a los conversos que estableciera la «Sentencia» del cabecilla rebelde20, con lo que la reprobación romana del principio de discriminación quedó todavía más olvidada e ineficaz. Lo inseguro y contradictorio, por otra parte, de la política papal seguida en este tiempo al respecto -según fuesen unos u otros los valedores de las antagónicas posturas-, contribuyó, sin duda, a que la clara doctrina enunciada por la bula Humani generis inimicus careciera en adelante de virtualidad y trascendencia21.
Y es en este punto donde nuestra hipótesis arriesga una nueva consideración paradójica: si en tal coyuntura hubiera existido en Castilla un tribunal del tipo y eficacia de los que luego habría de dar terrible y perdurable muestra el del Santo Oficio de la Inquisición, ¿no hubiese sido misión específica suya asumir con celo la defensa de la doctrina primeramente fijada por la Santa Sede en relación con los conversos? ¿No hubiera, por lo tanto, perseguido y arrancado de raíz la incipiente doctrina discriminatoria entre cristianos viejos y nuevos, recién declarada herética por Nicolás V?
La paradoja, no exenta de sarcasmo, se encierra en la evidencia de que, admitido tal supuesto -lícito a nuestros ojos- parece deber seguirse que la existencia ulterior de la propia Inquisición se hubiera hecho innecesaria tras aquel logro inicial; que, yugulado sin duda fácilmente, el brote herético segregacionista, el órgano habría carecido en adelante de función.
No habiéndose producido así los hechos, quienes entonces hubieran debido ser perseguidos se erigieron en perseguidores. El problema se perpetuó. Alguien tan buen conocedor del mismo como el prof. Albert A. Sicroff viene a coincidir con nuestra apreciación ya expuesta, al señalar cómo a lo largo del siglo que iba a culminar en la expulsión de los judíos de España, habían ido estableciéndose las condiciones necesarias para que la sensación de su presencia en ella se hiciera ubicua y permanente22.
En efecto, la tara del origen judío fue heredándose viva, de unas en otras generaciones descendientes de cristianos que en algún momento conocido fueron «nuevos». La sospecha sobre la autenticidad de su cristianismo, incluso a siglos de distancia, se hizo también hereditaria. La figura del «converso» acabó perfilándose, activa y pasivamente, como esencialmente incierta, mixta, alboraica23. Una íntima «tensión existencial» conturbó su conciencia; un «litigioso caos», una «angustia de no saber a ciencia cierta lo que se era», un «vivir desviviéndose» -para decirlo con expresiones propias o ajenas en que Américo Castro ha querido acuñar o recoger el «sentimiento trágico de la vida», la agonía unamuniana del converso español en los siglos modernos- marcaron profundamente la existencia de un núcleo cualitativamente importante de la sociedad hispana.
La situación inmediata, anterior al desencadenamiento de este estado perdurable de cosas, pudo ser descrita así, por lo que respecta a Toledo, por su íntimo conocedor el converso Fernando del Pulgar:
Se hallaron en la cibdad de Toledo algunos onbres e mugeres que escondidamente fazían ritos judaycos, los cuales, con gran ygnorancia e peligro de sus ánimas, ni guardauan una ni otra ley; porque no se circunçidavan como judíos, segund es amonestado en el Testamento Viejo, e aunque guardavan el sábado e ayunauan algunos ayunos de los judíos, pero no guardauan todos los sábados ni ayunauan todos los ayunos, e si façían un rito no façían otro, de manera que en la una o en la otra ley prevaricavan. E fallose en alguna casa el marido guardar alguna cerimonias judaicas, e la muger ser buena christiana; e el un hijo e hija ser buen christiano, e otro tener opinión judaica. E dentro de una casa aver diversidad de creençias y encubrirse unos de otros24.
Por su parte, el equilibrado Fr. Alonso de Oropesa, encargado ante esta realidad de una primera averiguación o «inquisición» toledana en 1461, manifestó haber hallado
que de una y otra parte de christianos viejos y nuevos havía mucha culpa; unos pecavan de atreuidos y rigurosos, otros de inconstancia y poca firmeza en la fe; y su conclusión era que la culpa principal de todo era la mezcla que avía entre los judíos de la sinagoga y los christianos, agora fuesen nuevos, agora viejos, dexándolos vivir, tratar y consultar juntos, sin distinción25.
El remedio implícitamente sugerido en esta información, sería el adoptado treinta y un años después con carácter mucho más drástico y tajante por los Reyes Católicos. Con todo, la ya aludida alternativa que planteaba la «solución cuasi final» de 1492, no iba a hacer sino intensificar e incrementar numéricamente de modo espectacular el problema converso. El nuevo núcleo de bautizados (ahora más coactivamente que en momento otro alguno de la Historia) habría de producir, como es lógico, en sí mismo y en sus descendientes, una crecida proporción de seudoconversos, apóstatas, criptojudíos, prevaricadores, etcétera, que darían a la nueva Inquisición, creada el 1.º de noviembre de 1474, material harto abundante sobre el que emplearse.
Una historiografía nacional más o menos apologética puede jactarse de que, en definitiva, gracias a aquella medida, nuestro país, «inaccesible a la Reforma», careció de motivaciones históricas que desembocasen durante la Edad Moderna en unas «guerras de religión» como las de la casi totalidad de las naciones europeas. La unidad religiosa -alega-, establecida por los Reyes Católicos como premisa insoslayable de la nacional, evitó por esta vez a nuestra patria el azote de la contienda civil. La larga convivencia de facto de «las tres religiones» sobre el suelo peninsular, privó a los españoles de los siglos subsiguientes de un radical empecinamiento confesional de incompatibilidad, sustituyéndolo con el respeto y contigüidad de otras creencias.
Sin rebajar un ápice cuanto de verdad haya en tales apreciaciones, debe, sin embargo, señalarse que, a cambio, un soterrado y latente estado de «guerra civil de religión» estuvo conturbando íntimamente a buen número de españoles, prácticamente hasta el siglo XVIII. Una «edad conflictiva» -por emplear una vez más el expresivo léxico de Américo Castro- llegaron a constituir en buena parte, en lo anímico, las centurias hispánicas de la modernidad. El prurito de la limpieza de sangre, de la pureza de fe, de la entereza en la fidelidad y el servicio al más auténtico arquetipo cristiano -delineado, desde luego, según rasgos de propia elaboración- caracterizó, según no pocos tratadistas, en lo ideológico, el comportamiento colectivo de los españoles de ese tiempo..., enfrentado, por supuesto, a los valores contrarios que se pretendían encarnados en otros españoles.
Una Europa no exenta de interesada malignidad frente al poderío hispánico quiso ver en esa celosa acción vigilante y permanentemente autodepuradora de la sociedad que le servía de soporte, una indudable condición equívoca, racial y confesional. Croce, Farinelli, Arnoldsson, Castro, Caro Baroja, han espigado testimonios muy diversos de cómo en Ariosto, Rabelais, Erasmo, la Europa del XVI en general, alentaba hacia los hispanos todos la misma actitud de recelo que los más integristas de éstos guardaban hacia sus compatriotas de conocida o sospechada ascendencia conversa26. ¿Por qué -venían a preguntarse más o menos sinceramente- la actividad infatigable de la Inquisición española, si no es porque moros, judíos y herejes abundan en este país más que en nación otra alguna de la Cristiandad?
Ésta es, sin duda, la más estridente paradoja que hayamos de toparnos a lo largo de la presente meditación. Que el Estado que más exquisito cuidado puso por evitar toda sombra de mácula sobre la pureza de su creencia oficial fuese tildado o tenido, precisamente en función de esa tenaz vigilia, como el más sospechosamente impuro, no deja de ser sarcástico, si es que no fue, por supuesto, especioso. La afirmación recuerda a la del humorista español de principios de siglo que achacaba a los ingleses ser los más sucios de los europeos, porque -decía- «se bañaban hasta dos veces al día».
Paradoja máxima, pues, la señalada, pero no la última. Por lo que tiene de representativa de la actualización (ciertamente que sólo histórico-erudita) del tema, vale la pena consignar a título anecdótico la siguiente: a mediados del siglo XVI, el cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo escribía con orgullo, basándose en la seguridad que le permitían los Estatutos de limpieza de sangre, tan abundantes ya en su época, que entre todas las naciones cristianas no había otra como España «donde mejor se conozcan los nobles e de buena e limpia casta, ni cuáles son los sospechosos a la fe, lo cual en otras naciones es oculto»27. Pues bien, en ocasión nada menos que del cuarto centenario de su muerte, una investigación genealógica sobre su persona apuntó la posibilidad -por supuesto que sin asomo de prejuicio racial o religioso y sí a título de mera hipótesis histórica, por cierto luego desmentida documentalmente- de que perteneciera a un linaje de cristianos nuevos28...
IV
¿Obsesión, manía, constante histórica? ¿Cuál fue la significación y la incidencia del tema de la limpieza de sangre en la estructuración de nuestra historia y -en la medida en que el concepto pueda usarse- de nuestro «carácter nacional»?29. Para algunos de sus más asiduos y conspicuos investigadores constituye, sin duda, «uno de los rasgos más significativos de nuestra historia durante toda la Edad Moderna»30. Para otros es mucho más aún: algo así como el eje principal en torno al cual se articula y vertebra toda nuestra personalidad histórica; sustrato permanente, componente esencial de un modo de ser y de actuar subyacente en todas las manifestaciones vitales de nuestros siglos modernos y, en gran parte, vigente como un legado casi hasta nuestros días. La preocupación enfermiza por «la honra», la espiritualidad sui generis de nuestra mística, los prejuicios frente a la actividad mercantil, la proclividad a la ocupación de cargos públicos, la preferencia de determinadas profesiones liberales,... son, según esta apreciación, indicios reminiscentes, en algún modo entroncables con la mentalidad o las condiciones de vida conversas.
Según Américo Castro, a quien se refieren, naturalmente, las líneas anteriores, el epitafio sepulcral de los Reyes Católicos en la catedral de Granada constituye a este respecto toda una clave explicativa:
Mahometice secte prostratores et heretice pervicacie extinctores...
«Esta sucinta lápida -escribe el prestigioso maestro y ensayista31- es la base desde donde ha de ser contemplado y entendido cuanto después acaeció, lo admirable y lo funesto». «La unidad de España -aclara en otro lugar32-, las empresas transmarinas, los triunfos napolitanos, la conquista de Orán, el haber puesto término a la anarquía de la nobleza, nada de eso figura en la hoja de servicios de los excelsos soberanos. Lo únicamente destacado es el hecho de que una casta de españoles había hundido a las otras dos».
El especialísimo comportamiento histórico, en lo religioso, de la España moderna y, en su origen, la política confesional de los Reyes Católicos resultan explicables (o mejor, están explicados) con argumentos que treinta años antes de la formulación por Castro de las anteriores consideraciones, expusiera quien llegaría a ser su máximo contradictor, el maestro mayor de los medievalistas españoles del siglo XX, Sánchez-Albornoz. Y, paradójicamente, partiendo de principios que hubiera suscrito sin repugnancia su adversario, como es el de la autoconformación de la cristiandad hispánica de la Edad Media en función o por referencia antinómica de su contigua realidad islámica.
Albornoz señaló33 en su día la «superexcitación guerrera», la «hipersensibilidad religiosa», la identificación entre religión y patria que la vivencia esencial y perdurable de la Reconquista imprimió con carácter definitivo al modo de ser hispánico. Ningún otro país occidental, en efecto -añadimos nosotros-, tuvo que hacer de su condición cristiana un rasgo tan sustantivo como la España medieval. En su voluntad de «no querer ser» como los musulmanes (Castro), polarizó su dinámica configurativa frente a ese antimodelo, al que convirtió así, por contrapartida, en determinante esencial.
Coronando la Edad Media, «el Islam, al morir en Al-Andalus, concluía de envenenar a España. Los Reyes Católicos fueron muy pronto víctimas de aquel terrible tósigo y, con mano inocente, administraron la pócima a sus reinos»34. La citada superexcitación guerrera, la exacerbación del sentimiento religioso, secularmente experimentadas por la cristiandad hispánica triunfante, confirieron a ésta un especial e intenso tono dialéctico del que ya no le sería fácil desprenderse. La considerable inercia de tal carga anímica la llevaría a buscar, y hasta a crear -liquidado con la Reconquista el adversario inmediato- nuevos enemigos en los que emplear su disposición pugnaz: doctrinal y exteriormente se los proporcionaría la Reforma; interna y socialmente, el problema converso.
Problema en cuanto que entrañaba en parte un efectivo y real componente de seudocristianismo o criptojudaísmo; pero más considerablemente aún, en cuanto a constituir un modo de profesar el Catolicismo desde una ancestral o reciente procedencia personal hebraica; y, por parte de los cristianos de rancia prosapia, en cuanto a convivir con quienes, conocida o supuestamente, comportaban el «estigma» de aquel origen.
En resumen: el carácter complejo -o, si queremos, sintético- de la estructura del ser hispánico medieval (la «inextricable textura cristiano-islámico-judía» de nuestra Edad Media) viene a prolongarse de este modo en la Modernidad. El fenómeno converso debe alinearse en nuestra historia junto a los de mozarabismo y mudejarismo, prolongando en las Edades subsiguientes el matiz de pluralidad que caracteriza a aquélla en su fase medieval. Sólo el grado de profundidad y alcance de esta realidad es lo que cabe discutir en la apreciación histórica de estos siglos hispanos.
Eloy Benito RuanoDiciembre 2001http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-origenes-del-problema-converso--0/html/ffe964ce-82b1-11df-acc7-002185ce6064_29.html#I_3_
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