Revista Cultura y Ocio

Los Orígenes del Problema Converso: La «Otreidad» de los Conversos ( I )

Por Pablet
Orígenes Problema Converso: «Otreidad» ConversosMisión en tierra propia, sin el ingrediente obstaculizador y romántico de la peregrinación a latitudes exóticas son las campañas de evangelización que a finales del siglo XIV, y sobre todo a principios del XV, comienzan a prodigarse sobre las aljamas y juderías de las ciudades españolas.
Para ello ha sido preciso que se desatara, prácticamente sobre el territorio peninsular entero, y aun sobre el insular, una exacerbada corriente de intolerancia que bastaría a contradecir y casi a anular cuantas alabanzas sobre la virtud contraria se hubieran podido verter respecto a las etapas precedentes. De aquella corriente son anticipo los esporádicos y populares brotes persecutorios y las intermitentes medidas discriminatorias de carácter general y local producidos en la Historia española a lo largo de los siglos.

La fecha de 1391 es clave en el desarrollo de esta doble ola. Primero, por la proliferación en ese año de los motines o pogroms surgidos con extraña y contagiosa emulación contra las comunidades judías, de sur a norte de la Península, a partir de las ardientes exhortaciones del tristemente famoso arcediano de Écija Fernando Martínez; después, reflujo de una marea de sangre, con el auge de los estímulos a la conversión dirigidos a esas mismas maltrechas comunidades, masa propicia a buscar cualquier salida de su peligrosa situación.
Epónimo de este segundo movimiento es el santo Vicente Ferrer, cuyas no menos exaltadas invocaciones a la salvación eterna y temporal mediante el bautismo tienen para la población judía la enorme virtud de ser, respecto a las del predicador andaluz, mensaje de vida y no de muerte. Y ello, cualquiera que sea la valoración que pueda asignarse a la acción del dominico, según el punto de vista cristiano o judío desde el que se la contemple.
Prescindiendo ahora de ese posible divergente valor, ya en cuanto «Apóstol de las Sinagogas», ya en cuanto hábil beneficiario para su causa de la coyuntura del terror249, lo cierto es que la cosecha de conversiones en el espacio de esas inciertas décadas (1391-1420) resultó cuantitativamente ubérrima.
Y decimos que cuando menos numéricamente porque las condiciones en que se hace la aceptación del bautismo por parte de multitudes o de simple grupos amenazados de extinción física no permiten atribuir sin más a la convicción individualizada de sus componentes la consecución de esos logros. Tal éxito evangelizador es, desde luego, comprobable en no pocas ocasiones personales y colectivas. Y lo es más claramente si atendemos al balance definitivo de la acción del vigoroso orador sagrado, acreedor, sin duda, por la generosidad de su entrega y lo profundo de su convicción -aparte de por sus virtudes- al reconocimiento de santidad que la Iglesia le otorgara, y del que gozó popularmente en vida.
Pero en el envés de su intención y de su obra, el fenómeno paralelo que surge tras el impacto de todos estos acontecimientos contradictorios (persecución, matanzas, conversiones masivas, ocultación, emigraciones, reinserciones) es el alumbramiento de un nuevo sujeto étnico-socio-religioso, peculiar y prácticamente privativo como tal tipo de la historia española: la figura del converso.
«Otros cristianos» hemos denominado a sus individuos en el precedente estudio al analizar la naturaleza y forma de su alteridad; y como Del problema judío al problema converso caracterizamos en su día el cambio operado en aquella situación conflictiva, que iba a originar la irrupción de dicha figura en la escena de nuestro pasado social.
Una personalidad colectiva de naturaleza esencialmente equívoca fue aquélla, porque procede de coyunda tan contradictoria como la efectuada sobre la voluntad salvífica y el espíritu de persecución.
No todo, en efecto, es voluntad de tortura y aniquilamiento de infieles en las actitudes históricas del final de la Edad Media española; aunque, en todo caso, unas y otras conducen unívocamente a cristalizaciones tan negativas como la Inquisición y la expulsión de los judíos. Ascendiendo incluso a precedentes tan remotos como los de época hispano-visigótica, un historiador judío de nuestro tiempo tiene la generosidad de reconocer: «Cuando el cristiano se acerca al judío con intención de convertirle, obedece a un impulso humano, movimiento irreprensible que pretende hacer participar al Otro de la verdad que él cree poseer»; y aún más: «En el arranque de todo movimiento antijudío en España (visigoda) no hubo -dice el mismo autor- sino el deseo sincero de ganar para la Iglesia nuevas almas; deseo estimulado también, ciertamente, por el cuidado de asegurar para el reino la unidad de creencia. La sinceridad del deseo misional no se contradice por el hecho de que la violencia fuese puesta a su servicio.» (Utilización que, por cierto, ya fue condenada en su momento por San Isidoro como un error y una torpeza culpables).
Al otro extremo de la Edad Media hispana, la intimación conminatoria a la conversión al Cristianismo posee, desde luego, el móvil y el objetivo primario de lo que así enunciamos: la imposición a fortiori de las condiciones que se estiman únicas para la salvación del sujeto a quien se dirige. Y ello independientemente de cuantas otras razones temporales -políticas, económicas, sociales- puedan atribuirse con mayor o menor evidencia a los monarcas que las dictaron. El error y el delito moral y de gentes que comporta es, por supuesto, igual que en los tiempos de Sisebuto, el de su violencia, atentatoria contra la libertad de las conciencias. Pero la madurez de los tiempos no había llegado, evidentemente, a la sutileza del reconocimiento de derechos humanos de mucho más reciente invención.
En aquella coacción radicaba precisamente el peligro de fracaso de los fines últimos perseguidos por quienes, sin embargo, se decidieron a arrostrarlo: «Puesto que los primeros (convertidos) no sean tan buenos cristianos -escribía el cronista de los Reyes Católicos Fernán Pérez de Guzmán, refiriéndose a los judíos-, pero a la segunda e tercera generación serán católicos e firmes en la fe». Y con relación a los moriscos rebelados poco después en Andalucía (1501) manifestaba el propio rey don Fernando: «Mi voto y el de la Reina es que estos moros se bapticen, y si ellos no fuesen cristianos, seránlo sus hijos o sus nietos».
Entretanto, el fenómeno de la seudoconversión es el que de manera lógica se produce por parte de gran número de individuos que se ven obligados a aceptar el bautismo («con cuero e non con el corazón ni en la voluntad», como se escribió por entonces), ya para conservar su hogar y sus bienes, o simplemente para eludir la fuerte presión hostil del medio social en que se hallaban insertos. Estos primeros «conversos», estos «cristianos nuevos» son los que atraerán sobre sí, y transmitirán a sus descendientes, la vehemente sospecha de los cristianos viejos acerca de la autenticidad de su conversión. Con ello, el drama, que habrá de ser secular, de toda una casta, clase social o minoría étnico-religiosa, integrada en la sociedad, ya oficial y exclusivamente cristiana, de la Edad Moderna española.
El fenómeno converso tiene en nuestra Historia un papel y un desarrollo que han sido suficientemente esclarecidos, y con especial asiduidad tratados en las últimas décadas253. No hemos de ahondar ahora de manera especial en su análisis fáctico. Sólo nos compete señalar la doble acepción que a la figura del «converso» cabe asignar en el examen de su realidad histórica española.
«Converso» es por antonomasia en este contexto el cristiano neocreyente que procede precisa y exclusivamente de la fe judaica; y el descendiente del mismo. Pero en virtud de las circunstancias en que se ha producido la conversión del primero -o el mero y formulario acto de su bautismo-, tanto ese cristiano de transición como sus descendientes (en virtud de la presión social más arriba señalada) pueden ser, en efecto, verdaderos cristianos o solamente aparentarlo. «Lo inaccesible del reducto de las conciencias -hemos escrito en otro lugar- no permite conocer la proporción de autenticidad» de esa creencia.
La reticencia primero ante el cristiano nuevo, su acoso y la abierta persecución del criptojudío desde finales de la Edad Media son sucesos ahora ya suficientemente conocidos: constituyen en buena parte la historia de la Inquisición; pero además, la del espíritu suspicaz, inquisitorial, gravitante sobre una larga etapa de nuestra Historia moderna y contemporánea.
El nombre mismo de aquella institución es descriptivo de la función averiguadora, inquiridora, a la que ella misma está dedicada. Su gestión (la inquisición con minúscula, como acto), al prodigarse sobre la generalidad masiva de la población conversa, somete indiscriminadamente a la inquietud y a la inseguridad, anímicas y civiles, tanto a falsos como a verdaderos convertidos. Su ahincado celo, esta hipersensibilización institucional hacia los más mínimos indicios de judaísmo en las costumbres y en las prácticas religiosas de los cristianos nuevos, conocidos o supuestos, provoca en la labor del Santo Oficio efectos bien contrarios a aquél para el que había sido instituido: la preservación de la pureza de la fe, tanto en los viejos como en los nuevos reductos de la creencia.
Se configura así imaginariamente una única e inexacta imagen (valga la redundancia) negativa del cristiano nuevo, haciéndole sinónimo de oculto judío: una de las más contraproducentes y paradójicas consecuencias de aquella exacerbada actividad. Sobre todo, habida cuenta de que, pasado algún tiempo, «la abrumadora mayoría de los marranos contemporáneos del establecimiento de la Inquisición no eran judíos, sino que procedían del judaísmo, o para decirlo más claramente, eran verdaderos cristianos».
Estas palabras, expuestas hace ya tiempo por el especialista hebreo en la materia Benzion Netanyahu254, me causaron en su día enorme satisfacción, al comprobar que a través de vías y razonamientos propios había llegado previamente a las mismas conclusiones que tan eminente historiador, poco sospechoso, como es natural, de tendenciosidad antijudaica. Coincidencia en la que han abundado después otros conocedores de su obra, tanto pertenecientes a la gran familia israelita como al estricto número de iniciados en el tema procedentes del campo católico, o de significación religiosa indiferente o indeterminada.
Frente a la convicción tradicional de autores clasificables en cada uno de estos apartados (Baer, Gershon, Cohen, Roth, Révah, S. Baron; Menéndez Pelayo, La Pinta Llorente, López Martínez; Amador de los Ríos, Lea, Kamen) de que la inmensa mayor parte de los judíos españoles convertidos en los siglos XIV y XV, y sus inmediatos descendientes, seguían profesando secretamente la fe de sus mayores255 -lo que desde sus distintos puntos de vista «justificaba o explicaba la implantación de la Inquisición-, Netanyahu establece, por el contrario: «Un cuidadoso estudio de las fuentes al respecto, me ha convencido de que, cuando se fundó la Inquisición, la mayor parte de los conversos estaban ya plenamente cristianizados y que los que de ellos eran criptojudíos, es decir, judaizaban, formaban un pequeño grupo en constante y progresivo decrecimiento numérico y en el ocaso de su judaísmo, tanto vital como conceptual».
A la pregunta de «¿hasta qué punto eran judíos los cristianos nuevos?», uno de los citados seguidores de la tesis de dicho autor llega a auto-responderse rotundo que la cuestión carece de sentido, puesto que incide en la categoría de non-question.
Quiere decirse entonces que el marranismo alentado secretamente en el seno de esa recién creada minoría de verdaderos conversos lo era a su vez por parte de un número minoritario de sujetos, y en cantidad decreciente además, desde el mismo momento de su conversión, si es que ésta había sido falsa. Ellos son los que en opinión de autores también de diversa procedencia (Révah, Montalvo Antón) llegan a constituirse en profesos de una verdadera «herejía conversa» o «religión marrana».
Y es sobre su parva entidad numérica sobre la que comienza a actuar el inversamente creciente aparato institucional de la Inquisición, que necesitará para justificarse crear todo un supuesto campo de actuación proporcionalmente convincente.
Eloy Benito RuanoDiciembre 2001http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-origenes-del-problema-converso--0/html/ffe964ce-82b1-11df-acc7-002185ce6064_29.html#I_3_

Volver a la Portada de Logo Paperblog