Revista Diario
No es que sea la persona más generosa y altruista del mundo pero he de reconocer que a menudo me hace más feliz ver a los demás serlo que serlo yo misma. Aunque esto parezca un trabalenguas difícil de digerir hoy que es lunes me voy a intentar explicar.
Me encanta jugar con mis hijos. De hecho tengo una dependencia absoluta de ellos que espero que no se convierta en algo enfermizo.Pero soy tremendamente feliz cuando estoy con ellos a pesar de todos los momentos difíciles que a veces pasamos. Sin embargo, hay algo que puede que a veces me haga más feliz aún si cabe. Cuando veo cómo mis enanos se ríen, cantan, juegan, saltan y se lo pasan fantásticamente bien con su padre es algo que no puedo describir.
Por razones de trabajo, evientemente, mi marido pasa largas semanas sin ver a sus pequeños más que unas escasas horas. Es el fin de semana cuando puede realmente disfrutar de ellos y se nota que tanto él como los niños se necesitan mutuamente.
Y yo también necesito de él. Me he dado cuenta que cuando estoy sola a lo largo de la semana estoy más tensa y, consecuentemente, más irascible. Aguanto menos las salidas de todo de mis pequeños porque tengo demasiadas cosas en la cabeza, una lista interminable de tareas que hacer y una exigencia por su parte del 200%. Cuando llega el fin de semana, a pesar de que la cabeza, la lista y las exigencias se mantienen, mi actitud ante las situaciones difíciles cambia radicalmente. ¿Por qué? Es bien sencillo, porque el padre de las criaturas ayuda muchísimo a que todo fluya mucho mucho mejor.
Cuando hablamos de conciliación familiar y laboral a menudo pensamos solamente en las madres pero no nos olvidemos que para que nosotras podamos conciliar los padres deben sacrificar parte del tiempo que deberían dedicar a sus hijos. Siento una (sana) envidia cuando veo a papás que van a buscar a sus hijos al colegio o que juegan con ellos en el parque por las tardes. Y no porque yo me quiera desentender de mi familia, sino porque precisamente querría disfrutar de ella al 100%.