Edición: Minúscula, 2018 (trad. Lluís Maria Todó)Páginas: 144ISBN: 9788494834851Precio: 16,00 €
Durante mucho tiempo Claire se calló su infancia, no porque se sintiera avergonzada ni orgullosa de ella, sino porque era un país tan diferente y como escapado del mundo que no habría sabido convocarlo a golpe de palabras alrededor de una mesa con sus amigos de París.
Marie-Hélène Lafon (Aurillac, Cantal, 1962) se dio a conocer en 2001 y desde entonces ha ido dando forma a una de las obras más personales de la narrativa francesa actual. Los países (2012), su primera novela traducida al castellano, tiene muchos paralelismos con su propia trayectoria: Claire, la protagonista, es una chica de campo, una joven criada en una granja del Cantal que, después de pasar por un pensionado religioso, comienza a estudiar lenguas clásicas en la Sorbona. Claire tiene un perfil poco frecuente en la universidad de la época; su generación no daba por hecho el acceso a unos estudios superiores, y aún menos en alguien del mundo rural, y aún menos en una mujer. El título del libro alude tanto al paysan, paisano, campesino, como a la noción de «países», en plural, que ella habita a lo largo de su existencia, el «país» de la infancia que lleva dentro y no la abandona, y el «país» que ha construido para sí misma con tesón, en París, entre libros, sola.Este es el relato de una iniciación, inseparable del desclasamiento, un recorrido que no se limita al mero traslado del campo a la ciudad, sino que se foguea de manera progresiva, como una mudanza de la mente: aunque se cambie de casa, los muebles no son nuevos, y lleva un tiempo adaptarlos al nuevo hábitat, armonizarlos con las adquisiciones recientes, hacer de ese espacio un hogar. Ni se deja por completo el pasado, ni se encaja por completo en el presente; en ese término medio se encuentra Claire, cual funambulista que trata de mantener el equilibrio. La narración empieza con una escena breve, una visita en familia a la capital cuando la protagonista aún es una niña, a modo de toma de contacto con la ciudad, de observación de los contrastes entre los parientes urbanitas y sus progenitores. Este recuerdo actúa como preámbulo del futuro de Claire, una suerte de anécdota que, al volver la vista atrás, desde la madurez, se descubre iluminadora.La segunda parte, la más extensa, comprende el periodo de formación universitaria. En este punto resulta importante subrayar que la novela no está escrita en primera persona: Claire es el centro de la historia; sin embargo, su naturaleza introvertida, la distancia entre ella y los demás, se traduce en la perspectiva narrativa. Más que hurgar en su interior abiertamente, Claire, mujer discreta, se muestra mediante la observación, aprende en silencio a camuflarse entre la multitud. Por estas páginas pasean hombres, amigas, compañeros del trabajo de verano. Es a través de esas historias que Claire trenza su hilo, encontrándose a sí misma. Los países no constituye una novela «de trama», sino que se conforma de remembranzas sutiles. La protagonista se guarda sus pensamientos y emociones; deja entrever su crecimiento a través de imágenes, como la adquisición del pantalón rojo de moda entre las jóvenes parisinas, símbolo de su anclaje en la ciudad y separación definitiva del campo. En la recta final, una Claire adulta e independiente, con su «habitación propia», como diría Virginia Woolf, se reencuentra con su padre y de este modo se cierra el círculo.
Marie-Hélène Lafon
El periplo de Claire se asemeja, como decía, al de la autora, que también se marchó del campo para estudiar en París, donde se dedica a la enseñanza. Los escritores franceses dominan la autoficción desde mucho antes de que esta se convirtiera en tendencia, y resulta interesante señalar la diversidad de recursos o enfoques con que la desarrollan. Annie Ernaux, por ejemplo, escribe en primera persona, desgrana sus vivencias como quien revela una fotografía, sin pudor, metiendo el dedo en la llaga, amplificando el detalle con lupa. Marie-Hélène Lafon, en cambio, conserva esa circunspección de los campesinos en el punto de vista, tiene una escritura torrencial, pero contenida, austera, más de insinuar que de masticar. En su voz no hay atisbo de rabia ni de lamentos, ni toma su cuerpo como motor de la narración; escribe con una templanza nada fácil de conseguir. Dos autoras, dos estilos; ambas excelsas. Literatura con hondura y sin ruido. No puedo pedir más.Cita de las páginas 112-113.