Revista Cultura y Ocio

Los Peores (XI): Tito Gobbi

Publicado el 16 noviembre 2012 por Gino
Los Peores (XI): Tito Gobbi
Ésta es la entrada de la presente serie más largamente meditada, puesto que el caso de Tito Gobbi es el más especial de todos los cantantes repasados hasta la fecha. Los mitos de Corena o Evans caen por su propio peso: el de  Gobbi es lo bastante complejo para tener que desmontarlo. El interés de su legado sigue siendo muy superior a los de MacCracken, Bonisolli y Schreier (quizá incluso sumados). En conjunto existe al menos una parte legítima en el prestigio artístico que mantiene. Una fracción muy menor con respecto a la sobredimensionada importancia que se le dio durante décadas, sin duda, pero existe. Existen dos grandes razones para considerar a Tito Gobbi un cuerpo extraño dentro de los grandes nombres de la Ópera en disco. La primera, obviamente, es que no era un gran cantante entendiendo este término como el conjunto de vocalista, músico y actor. La segunda, sub specie aeternitatis, reside en el enorme daño que su filosofía y su trayectoria hicieron y aún hacen a la cuerda de barítono. Gobbi tenía una voz modesta, siendo generosos, desde cualquier punto de vista. Únicamente una pequeña franja central sonaba nítidamente baritonal y convincente. Esto no significa nada: un grandísimo cantante como Giuseppe de Luca también tuvo una voz modesta y además durante una época caracterizada por voces suntuosas. Sin embargo, al contrario que su antecesor, nuestro protagonista también tenía una técnica deficiente. Su concepto de emisión era asombrosamente rudimentario para haberse formado durante los años treinta: cualquier neófito que escuchara primero a de Luca y luego a Gobbi sería incapaz de creer que se trata de dos cantantes de la misma cuerda. Su principal rasgo era una acusada nasalidad que sustituía al redondeo de vocales y por tanto al enmascaramiento: el llamado birignao heredado del verismo a través de Titta Ruffo. Este desagradable efecto, tendente a lo que Rodolfo Celletti bautizó como "mugido", se acusaba desde la zona de pasaje hacia arriba, donde cualquier cosa podía suceder: sonidos sordos que no alcanzaban ni de lejos ningún resonador superior, otros abiertos el estilo del cantante de taberna e incluso aullidos que sólo cabe clasificar como inhumanos. Un vibrato del tipo "martilleante" completaba una de las voces más indiscutiblemente feas de la historia del disco. En la base de esta falta de cuidado en la emisión se encuentra, como se podía esperar, la ausencia de un sólido apoyo sul fiato. La crítica inglesa, John B. Steane en particular, ha minimizado siempre los problemas alegando que nadie producía tantos colores con su instrumento, pero existen muchas formas de producir los colores y la mayoría de las que usaba Gobbi eran espurias. Como su media voz, destimbrada hasta convertirse en un tono inquietantemente plano y pobre, de textura similar al sintasol; a menudo el falsete asomaba entre el rosario de sonidos de tercera división. En todos los casos, en forte o en piano, la afinación tampoco era muy segura. Con este precario bagaje de vocalista, Gobbi, que tenía una buena formación musical, construyó su figura siendo ante todo actor cantante, siempre desde la perspectiva verista del término. Quiere esto decir que orientó todos sus recursos hacia la búsqueda de la "verdad dramática" en su faceta más brutal: si el personaje debía imprecar, Gobbi simplemente gritaba; si se trataba de un villano infame, Gobbi suponía que la abyección moral sólo podía transmitirse a través de la máxima fealdad vocal. En realidad esto era un indicio de que su mayor afinidad era la expresión torva, seguida a corta distancia por la bufonada.
Como símbolo de esta dicotomía, dos son los principales papeles que siguen sosteniendo su fama: Scarpia y Falstaff, ambos inmortalizados por el recién nacido LP. Ni siquiera este medio pudo ocultar los defectos de Gobbi, pero sí contribuyó a establecer su prestigio como uno de los protagonistas de la epopeya del disco durante los Cincuenta. Tanto es así, que durante muchos años se llegó a dar por supuesto que no había otra forma de abordar estos personajes. En ambos casos, no por casualidad, se trata de papeles en los que su única gran virtud, la imaginación para acentuar la palabra, es más importante que la expansión del canto legato. En los dos registros, tampoco por casualidad, dos grandes directores encauzaron esa virtud para que no se extraviara, o no siempre, fuera de los límites del canto. Por último, en los resultados se reconoce que estamos ante un cantante que tenía algo que decir, cosa que no puede aplicarse a otros contemporáneos suyos infinitamente más dotados como Bastianini o Guelfi. Hasta ahí podemos estar de acuerdo con la aceptación que estas encarnaciones han tenido entre la crítica y los aficionados, en particular anglosajones. En vano se buscará algo más, pues las interpretaciones de Gobbi están severamente limitadas en el aspecto vocal y el dramático. Scarpia es retratado como un personaje que sólo presenta una cara, la siniestra, siendo incapaz de expresar un ápice de sensualidad o, por qué no, de ironía. No se puede dudar de la intencionalidad de este enfoque, pero tampoco que fue el único reflejo posible de los medios vocales puestos en juego. Una voz dura que sólo sugiere tonos grisáceos e increíblemente abierta cuando ha de desplegarse en frases amplias (v.gr., el inicio de "Già mi struggea"). La falta de variedad desemboca necesariamente en monotonía y sonidos como los escuchados en "L'uno al capestro, l'altra fra le mie braccia" o "Doman sul palco vedrà l'aurora Angelotti e il bel Mario al laccio pendere" hacen pensar más en un guiñol aspaventoso que en un noble intrigante del S. XIX. Esta deshumanización de los personajes, resultado de la acumulación de clichés, también se percibe en su Falstaff. En este caso sería injusto hablar de monotonía, pero la atención del oyente se mantiene tanto por la variedad de inflexiones y acentos como por la abundancia de pasajes que rozan la caricatura, imagen que puede ser atractiva pero siempre incompleta. La realización de medias voces y regulaciones además de imperfecta (las desafinaciones llegan a desasosegar) siempre tiene algo de cómico: tomemos "Nell'iri ardente e mobile dei rai dell'adamante, col picciol pie' nel nobile cerchio d'un guardinfante risplenderai! Più fulgida d'un ampio arcobaleno": el oyente que pensara en cada compás que no es posible cantar peor sería desengañado en el siguiente. Además, como siempre, Gobbi hace vicio de la virtud y tiende a excederse en el juego de acentuaciones, buscando siempre lo pintoresco en sus monólogos, banalizando así al personaje. Para cerrar el debate, basta con escuchar sus demás grabaciones existentes de Falstaff y Scarpia  para comprobar cuánto debían los registros de EMI a la guía de von Karajan y de Sabata y cuáles eran los resultados cuando el barítono ejercía su libre albedrío.
Fuera de estos dos papeles queda poco en pie, simbolizando su Rigoletto el ejemplo más acabado del objetivo que persiguió durante toda su carrera: la destrucción de las raíces belcantistas de la tradición verdiana. Se percibe una imaginación fértil, pero siempre al servicio de una plebeyez expresiva injustificable. Uno pensaría pensaría que Gobbi disfrutaba destruyendo cualquier rasgo de nobleza romántica en los personajes. Al final todos terminaban moviéndose en las mismas coordenadas de sordidez verista y mal canto.
Tito Gobbi dejó un legado venenoso en forma de paradigma de actor cantante, que camufla sus deficiencias vocales tras el nebuloso concepto de una verdad dramática desconectada de la ejecución vocal.  Este modelo, al aceptarse e inevitablemente imitarse, ha sido esencial en el imparable declive técnico que ha sufrido la cuerda en los últimos cincuenta años, pero además ha servido para acusar injustamente de inexpresividad a los cantantes que siguieron fieles a la reglas de la buena emisión y el legato. Así, el deterioro del canto acaba por pasar inadvertido al declinar también el gusto del público.
Curiosamente, ya que pocos aficionados vivos quedan que lo vieran en escena, se le sigue ensalzando a como actor. En realidad hay poco que decir sobre este punto: es suficiente con la sonrisa que suele provocar su gestualidad llena de clichés, miradas aviesas y muecas malignas .
Por si hubiese algún lector aún sin convencer, invitamos a revisar un juvenil Don Giovanni de 1950 (con Furtwängler) y a preguntarse si es razonable que el autor de este "Finch'al del vino" haya podido ser considerado un cantante de prestigio. Barra libre de opiniones, m?sica y lo que se me ocurra, que para eso es mi blog.

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