Sentada en una terraza en la zona vieja de Pontevedra a escasos metros del escenario, de la plaza de España, esperando a que nos cobren por la cena, empieza a sonar la batería y los acordes de Segundo premio. Entra arrollando mi impaciencia y quiero irme yaaaaa. Mis contradicciones días antes, dudas de si ir o no, y ahí estoy, ilusionada con una canción.
El grupo que más veces he visto en directo, con mis mejores amigos, por diferentes partes del mapa. En salas, en macro-festivales.
No recuerdo la primera vez, ni soy capaz de establecer un orden concreto. Escuchar aquella maqueta en Radio3, su primer disco, obsesionada, muy obsesionada. En la década de los 90 dispararon de nuevo mi pasión musical, un tanto falta de referentes, de ganas.
2022, verano, Galicia turística, acceso gratuito. Demasiado cerca de las atracciones de feria con sus interferencias, tonadillas de pachanga y gritos de vértigo. Al lado conversaciones molestas: “dónde habéis aparcado el coche, el chiringuito de playa, el pulpo, voy a por otra birra, alguien quiere?” Mira qué tengo facilidad para evadirme incluso rodeada de hordas chillonas, cuando algo especial reclama mi atención. En esta ocasión tuve que emplearme a fondo.
Han pasado dos días y ahora desde casa escucho la setlist extraída de una web. Echo en falta vigor, euforia, distorsión, volumen, ruido y unos cuantos de mis temas favoritos. No me adapto a su ritmo pausado. A ratos los escuché como desde fuera, desde mi órbita. No me emocioné.
En cualquier caso, siguen siendo uno de los grupos que más me han hecho disfrutar. Me quedo con ellos, desde el más absoluto amor incondicional.
No, mi lado flamenco no existe.
Mis momentos de conexión: Santos que yo te pinte, Islamabad, Prueba esto, Un buen día, David y Claudia, Espíritu olímpico, Alegrías del incendio, De viaje y Pesadilla en el parque de atracciones.