Es un pensamiento común que muchos niños urbanos de este siglo XXI están convencidos (piensan, asumen) de que las pechugas de pollo se reproducen en bandejas de plástico dentro del frigorífico doméstico. Los más avispados saben que, realmente, su reproducción viene de los grandes refrigeradores de los supermercados.
Ford Mustang de 1987, con el capó levantado.
(Fuente: coches-tuning)
No debería ser una sorpresa, por lo tanto, que enfrentados a un fin de semana campestre con vacas y pollos reales, aparezcan toda clase de alergias o desarreglos intestinales.
Es igualmente cierto que muchas personas (principalmente hombres, hay que decirlo) están convencidas de que las camisas se crean, en un proceso repetitivo e inacabable, en formato planchado y plegado, en el interior de armarios y vestidores.
No constituye, por lo tanto, noticia ni novedad, que la obsesión de muchos divorciados sea casarse de nuevo cuanto antes. Porque resulta cruel el descubrimiento de que esos procesos asumidos como eternos puedan verse interrumpidos por eventos que, en principio, no tienen nada que ver con ellos. Constatar que existen procesos hasta entonces ocultos (la reposición, el lavado, el planchado, el plegado) que requieren de un agente creador, es un disgusto del que hay que entender que sea complicado recuperarse.
También es verdad que hay bastantes personas (principalmente mujeres, hay que decirlo) convencidas de que el depósito de gasolina (suponiendo que sean conscientes incluso de su mera existencia) está automáticamente lleno cada vez que salen del garage de casa.
Por ello no debería sorprendernos que quedarse sin gasolina en plena calle pueda llegar a ser una avería para la que haga falta ayuda de terceros profesionales.
Y todos preferimos ignorar que detrás de muchos de nuestros actos cotidianos (abrir un grifo, encender una luz), existe una compleja maquinaria que debe funcionar a la perfección para garantizar que, en todo momento, tras ese acto minúsculo se produzca el efecto esperado.
A todos los profanos (me refiero a los que no hemos dedicado nuestra vida profesional a ella) nos sucede lo mismo con la Economía. Conocemos su estado procesado (como algunos niños con las pechugas de pollo), cuando las cosas marchan razonablemente bien. Tenemos un empleo (u otra forma de garantizarnos ingresos). Con ese dinero compramos cosas que necesitamos o nos apetecen. Si conseguimos ahorrar algo, constituimos un depósito en el Banco, por el que nos dan un pequeño interés; o incluso compramos algunas acciones (que nos rinden algún dividendo y podremos vender más adelante por un precio mayor del que lo compramos). Incluso nos vemos capaces de anticipar alguna compra en función de futuros ahorros, utilizando el crédito, los préstamos o las hipotecas.
Ese es un mundo feliz, donde hay pollo en el frigorífico, camisas planchadas plegadas en el armario, gasolina en el depósito, y siempre se enciende la luz cuando le damos al interruptor y sale agua por el grifo cuando lo abrimos.
El problema, lógicamente, nos aparece, cuando esa maquinaria aparentemente perfecta, de cuyos detalles de funcionamiento somos perfectamente ignorantes, deja de ser tan previsible. Que nos adelanten dinero empieza a ser complicado; primero un amigo, o un primo lejano, se queda sin empleo; luego igual le pasa al compañero de pupitre en la oficina; y más tarde nos pasa a nosotros mismos. Esas acciones que compramos el año pasado, ahora sólo valen la mitad de lo que pagamos por ellas; o no podemos recuperar inmediatamente ese depósito, porque resulta que realmente son participaciones preferentes, cuyo reembolso está condicionado a eventos que se suponía nunca podían suceder.
Cuando se dan esas circunstancias (el coche se nos paró en medio de la calle), hacemos de tripas corazón y abrimos el capó, intentando simular la mirada de un entendido, tanteando los infinitos cables que se han multiplicado en su interior, porque eso va a ser un mal contacto.
Y es ahí cuando topamos con los Economistas, los grandes maestres de la ciencia que estudia el funcionamiento de esa maquinaria intrincada por la que nunca habíamos tenido que preocuparnos. Lo que ocurre es que, si se nos para el coche, cualquier profesional traerá consigo una checklist simple, para verificar si hay gasolina, o si la batería está agotada, antes de levantar la culata y pasar a mayores. Por el contrario, los Economistas no tienen esa chuleta simple.
Adam Smith (1723-1790)
(Fuente: wikipedia)
Porque la Economía es una ciencia compleja y, desde luego, no es una ciencia exacta. Nos hemos acostumbrado a que los astrónomos sean capaces de prever, sin errar ni en un segundo, cuándo se producirá la conjunción de los planetas o el eclipse de Sol. Pero nos da la sensación de que los Economistas van a tientas por campo abierto. Sus vacilaciones nos recuerdan a veces a los médicos y a esos fármacos que siempre tienen sus efectos secundarios (o daños colaterales). Como esas pastillas para la acidez de estómago, que pueden producir una ligera descomposición; que se corrige con otra pastillita que puede dar un poco de dolor de cabeza; la pildorita para el dolor de cabeza puede provocar una ligera acidez de estómago sin importancia. La vuelta entera para acabar (casi) en el mismo sitio. De que la Economía no es una ciencia exacta da fe el hecho de que existen diferentes Escuelas (como sucede, por ejemplo, con los filósofos; pero la Filosofía forma parte de las Humanidades, y eso ya todos sabemos que es de mucho discutir y argumentar; y que hasta con el paso del tiempo cambian las concepciones; o por cambiar simplemente de orilla en el mismo mar). Pero la Economía, c..., que es una ciencia. Los expertos tendrán que saber lo que pasa y cómo arreglarlo. Pues no. Son más bien como los historiadores, capaces de dar un sentido claro a lo que pasó; pero incapaces de predecir lo que sucederá. Cuando vemos vacilar a los expertos o, lo que es peor, que los expertos se pelean entre ellos para tratar de imponer modelos opuestos, nos envalentonamos y empezamos a conectar y desconectar cables del motor, revisamos los fusibles y hasta verificamos si la rueda de repuesto está en perfectas condiciones.
John Maynard Keynes (1883-1946)
(Fuente: wikipedia)
Nos sorprende descubrir que economistas prestigiosos (vivos o ya desaparecidos) defienden aproximaciones no sólo diferentes, sino muchas veces antitéticas y opuestas. Y cada uno parece tener sus propios seguidores, más o menos fanáticos. No creo estar en inferioridad frente a la mayoría de mis lectores si reconozco modestamente que nunca he leído La Riqueza de las Naciones (1776) del filósofo y economista escocés Adam Smith, ni la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936) del economista británico John Maynard Keynes, ni tampoco El Capital (1867-1894) escrito en Londres por el filósofo e intelectual, de origen prusiano, Karl Marx y también (los volúmenes II y III) por el filósofo y revolucionario alemán Friedrich Engels. Tampoco he leído el Capitalismo y Libertad (1962) del economista y profesor de la Universidad de Chicago, Milton Friedman, ni, mucho menos, el Camino de Servidumbre (1944), de Friedrich Hayek, filósofo y economista de la Escuela Austríaca, que, se dice, era el economista de cabecera de Margaret Thatcher ("no such thing as society"). Pero de todos ellos sí conozco su versión procesada o reducida (la pechuga de pollo en el frigorífico doméstico). A través de la Wikipedia, de artículos periodísticos o de las obras de algunos ensayistas que han comentado sus obras (siempre con algún propósito en mente, por supuesto). Si entendemos que el objetivo de la Economía es que las cosas del dinero vayan bien, la única conclusión posible es que la Economía NO es una ciencia independiente. Porque la concreción de ese objetivo genérico depende de otros factores determinantes, especialmente políticos y éticos. Antes de poder desarrollar ninguna teoría económica es imprescindible asumir una serie de hipótesis de partida, de las que hay muchas versiones, como de las películas españolas del destape de los años 70.
Friedrich Hayek (1899-1992)
(Fuente: wikipedia)
Sólo pueden carecer de más apellidos los economistas que se dedican a analizar lo que ya pasó. Pero todos los que intentan predecir o recomendar acciones o comportamientos para el futuro, precisan de un apellido que los califique, para poder entenderlos, o incluso para valorar sus afirmaciones. Los hay marxistas, a quienes el desplome del comunismo real de la Unión soviética y sus satélites ha dejado bastante tocados. Los hay adalides del libre mercado (friedmanitas, de la Escuela de Chicago, de la Escuela Austríaca), jaleados por todos los neoliberales que en el mundo han sido y son. Para ellos, el papel del Estado es menor, y mejor cuanto más pequeño. Y también los hay keynesianos, que opinan que los Estados (los políticos, en definitiva) deben asumir un cierto papel de ajuste y control de los mercados (incapaces por sí solos, según los keynesianos, de autoregularse), y también intervenir en cierta medida en la redistribución de las rentas (via impuestos y subsidios). Y, a su vez, cada una de las Escuelas tiene diversos grados (libremercadista convencido; un poco keynesiano; bastante marxista; y así). Y también existen, por supuesto, los mediopensionistas. En las ciencias más exactas, la forma en que los diversos componentes o agentes interactúan es conocido y previsible. Si vamos a construir un automóvil nuevo, deberemos empezar por definir las hipótesis del diseño (económico, deportivo, lujoso, familiar,...). Pero, luego, el resto de componentes casi vendrán impuestos por la ciencia que lo respalda. Un motor más potente permitirá alcanzar velocidades más altas, pero también consumirá más; unos neumáticos más anchos darán mayor estabilidad, pero también aumentarán el consumo; y así, con todo el resto. Definidas sus características, que el coche sea mejor o menos bueno sólo dependerá de la capacidad de ejecución del fabricante. Por el contrario, la Economía trata de los intercambios de contenido económico de agentes de naturaleza muy diversa (los Estados, los mercados, los inversores, los trabajadores, los Bancos, las empresas, los consumidores, los ahorradores,...). Cada agente se mueve por su propio interés, pero no solamente. Puede haber, por ejemplo, consideraciones éticas que modifiquen el comportamiento esperable en base al puro interés. O en las decisiones de los consumidores también intervienen las emociones o los estados de ánimo.
Milton Friedman (1912-2006)
(Fuente: wikipedia)
En resumen, una ecuación con demasiadas incógnitas para que pueda tener una solución única. Y con estos mimbres tenemos que lidiar con la crisis, esta ya bautizada como Gran Recesión. Entendiendo que el interés de Alemania no es el mismo que el de España (ambos son estados, es decir, de la misma categoría de agente económico). O viendo como Hollande tiene unas intenciones diferentes de las que manifestó Sarkozy (ambos Presidentes de la República Francesa, la misma categoría de agente económico, incluso hilando así de fino). O que unos proponen los eurobonos, que otros detestan. Donde incluso los que mantienen su empleo y sus fuentes de ingresos han moderado su consumo, porque sus emociones les aconsejan prudencia. Y la realidad del barquero es que más de veinte millones de ciudadanos de la Unión Europea tenemos el coche parado en plena calle, con el capó levantado, y miramos con escepticismo y sorpresa los manojos de cables, para intentar intuir qué es lo que pudo funcionar mal. Millones de depositantes y accionistas descubren con asombro, al abrir el frigorífico, que el pollo emigró a algún ignoto lugar. Millones de ciudadanos llevan la camisa arrugada, recién salida de la lavadora (de alguna cosa tenía que servir ese cursillo de La Lavadora, esa desconocida; el cursillo de plancha es de otro trimestre). Muchos han visto sus sueldos congelados, si no recortados; muchos observan con preocupación como la sanidad y la educación que el Estado (la sociedad) les brinda cada vez es peor o más cara. Y luego, claro, están Los Otros. Tendríamos que averiguar con urgencia hacia dónde emigró el pollo. JMBA