El lunes se celebró la gala de los premios del Teatro Musical, unos galardones que nacieron hace apenas un lustro con la denominación de Premios Amigos de los Musicales, que se rebautizaron como Premios Gran Vía y que para esta última edición han vuelto a cambiar su nombre. La gala se ha convertido en la gran fiesta de la familia del teatro musical, un género que parece definitivamente consolidado en nuestro país, y de cuyo auge dan fe estos galardones. Se llevó la palma «Blancanieves Boulevard», que además del de mejor musical obtuvo otros cuatro premios; «El sueño de una noche de verano», de La Bicicleta, fue premiado como mejor musical infantil. También obtuvieron recompensa «Cabaret líquido» (2), «Fiebre del sábado noche» (1), «40, el musical» (2), «A, el musical de Nacho Cano» (2), «Rocío no habita en el olvido» (1) y «Ojos verdes» (2). Luis Álvarez se llevó el premio especial.
La gala -acertadamente dirigida un año más por Sonia Dorado y Raúl Ibai- fue muy entretenida, con un ingenioso guión de sus dos presentadores, Zenón Recalde y Javier Navares (a quienes acompañó en esta última tarea Lorena Calero), divertidas actuaciones de Limas Morgan y la presencia de caras conocidas en la entrega de los galardones: Daniel Diges, Anne Igartiburu, Paula Sebastián, Miriam Díaz Aroca, José Mota, Belinda Washington, Carmen Conesa, Jacobo Dicenta o Mario Gas, anfitrión de la gala, celebrada en el teatro Español.
Ojalá estos premios sigan su camino de consolidación y se conviertan en la referencia del teatro musical español, pero creo que para ello hay que cambiar algunas cosas. El sistema de votación, por ejemplo. Las votaciones abiertas y democráticas generan a menudo resultados adulterados y ficticios, y no hay mejor ejemplo que los premios Max, que año tras año sorprende con resultados insospechados (que no significa que estén amañados ni que sean inmerecidos) y a veces incomprensibles. Creo mucho más en los jurados profesionales, con sus equivocaciones y sus preferencias personales, pero menos proclives al descontrol o el desequililbrio. Yo, por ejemplo, no creo que una de las mejores producciones de este año, «Chicago», merezca concurrir con tan pocas candidaturas y marcharse de vacío de la gala. Sinceramente, me parece que es devaluar unos premios que necesitan de mucho hormigón para lograr el prestigio que merecen.
Tengo la sensación -igual estoy equivocado- de que la familia del teatro musical está creando cierta endogamia, que de alguna manera se encierra en sí misma y que exhibe cierto victimismo que la empequeñece. Estos premios corren el peligro de convertirse, así, en palmaditas en la espalda entre unos y otros. La familia del teatro musical debe -lo he escrito anteriormente- quitarse ese apellido de musical. Daniel Diges reclamó mayor respeto para quienes se dedican al género y aseguró que en España se les mira con cierta reticencia, como si fueran de otro gremio. Tiene razón. Pero ese respeto debe empezar por ellos mismos; son intérpretes capaces de cantar, bailar y actuar, porque se han preparado para ello, y por esa misma razón tienen -aquellos que posean el talento suficiente- un mayor campo de acción. Autodenominarse «actor de musical» es etiquetarse y, por tanto, limitarse cuando, precisamente, ofrecen un mayor abanico de posiblidades.