Los primeros amores, ya se sabe, suelen ser caprichosos, fijativos, y tener una trascendencia en la conciencia y en el tiempo mucho mayores de lo que reconocemos.
Un día, cuando subíamos a casa de mi amigo Míchel, me dijo que su madre estaba enferma, que no debíamos hacer mucho ruido. A mí me dio un poco de reparo acompañarlo, ser una molestia. Pero él le restó importancia: es sólo que no hay que hacer mucho ruido, repitió.
La casa de Míchel siempre estaba en una penumbra venerable, pero aquella tarde había más oscuridad de lo normal. Apenas se oían ruidos: sus hermanos pequeños debían estar todos en alguna habitación, recogidos, o jugando en la calle. Aquel ambiente me imponía respeto y me daban ganas de marcharme, pero no lo hice.
Nos metimos en su cuarto que, al contrario que el resto de la casa, tenía la persiana levantada y era muy luminoso, hasta que se iba la luz natural. Entonces encendíamos un flexo que tenía sobre el escritorio y que daba una luz azulada muy concentrada sobre la mesita. No recuerdo qué hicimos aquella tarde ni sobre qué conversamos o si fue acaso una de las raras ocasiones en las que estudiamos, el caso es que al cabo de un rato ya me había olvidado de la enfermedad de la madre y del silencio exterior. Por eso me sorprendió cuando apareció Mariola, la hermana mayor de Míchel, con una bandeja.
A Mariola la había visto alguna vez, de lejos, llegando a los bloques o saliendo o entrando del portal, pero nunca en la casa. Debía ser un par de años mayor que Míchel, por lo cual andaría a caballo entre los catorce y los quince, la edad de la “niña bonita”, como decían algunos profesores del colegio. Sus ojos eran muy bonitos, de un color entre azul y verde muy limpio y profundo, sin esas motitas y estrías amarillentas o marrones que tienen algunos ojos claros y que enturbian el color.
Tenía fama de tía buena y a veces los demás chicos se referían a ella como prototipo de la tía a la que querrían ligarse, con el permiso de Míchel, por supuesto, quien hacía como que no le gustaban esas alusiones pero que, en el fondo, se sentía halagado por tener una hermana tan popular. Al fin y al cabo, la popularidad de su hermana contribuía a elevar su estatus entre los demás.
Como todos, yo también me había fijado en ella, aunque sin darle especial trascendencia: era una chica mayor y no estaba mal. Pero aquella tarde fue diferente. Tal vez lo primero que me llamó la atención fue la manera tan desenvuelta con que entró en la habitación, cerrando la puerta con un golpe gracioso de cadera y colocando la bandeja sobre el escritorio. Nunca he llegado a conocer, a pesar de mi profesión, cómo funciona la mente de un chiquillo, que es lo que yo era entonces, ni por qué determinados detalles se nos quedan grabados con una intensidad inexplicable y llegan a tener una influencia perenne, como este de la cadera.
Cuando escribía esto, tanto tiempo después que hasta se me han desdibujado sus facciones y veo como a través de un filtro difusor su reconocida belleza, he evocado a Mariola con aquel gesto que hizo al entrar en la habitación para cerrar la puerta, sin olvidar un detalle. Nos había preparado unas medias noches de jamón y queso y unos vasos con cacao. Después se sentó entre nosotros, colocando la silla al revés y apoyando la barbilla en la mano y la mano en el respaldo.