En un mundo cada vez más interconectado y frágil, la presencia de líderes con rasgos psicopáticos en posiciones de poder no es solo un problema ético o político: es una cuestión de vida o muerte.
Es urgente mantener a esos individuos alejados de las esferas de decisión globales, ya que su influencia ha provocado —y sigue provocando— guerras innecesarias, divisiones sociales profundas, oleadas de odio, injusticias sistemáticas, hambre masiva, dolor colectivo y muertes evitables.
Estos "psicópatas políticos" han moldeado un sistema de poder repugnante, diseñado a su medida, sin controles efectivos ni trabas que limiten su ambición destructiva.
Y lo peor es que nadie los somete a evaluaciones éticas o psicológicas rigurosas antes de permitirles acceder al mando, lo que abre las puertas a locos y canallas que, una vez en el poder, destrozan naciones enteras y desestabilizan el planeta.
Es mil veces más peligroso un político drogado que un ciclista o un futbolista que consume drogas. Pero a los atletas y deportistas se le practican controles y a los políticos, entre los que hay asesinos y locos, no.
Imaginemos un mundo donde los aspirantes a líderes públicos fueran sometidos a pruebas psicológicas independientes, similares a las que se aplican en profesiones de alto riesgo, como la aviación o la medicina.
Los índices de drogadictos y consumidores de alcohol y prostitución son muy elevados entre los políticos, pero ellos se niegan a que se les practiquen controles que detecten sus vicios.
¿Por qué no son investigados antes de acceder al poder? En la actualidad, cualquier persona con carisma suficiente, recursos financieros o alianzas oportunistas puede escalar hasta la cima sin que se cuestione su empatía, su integridad moral o su capacidad para priorizar el bien común sobre el ego personal.
Esta ausencia de filtros ha permitido que medio mundo esté gobernado por figuras que exhiben rasgos clásicos de la psicopatía: falta de remordimiento, manipulación constante, narcisismo exacerbado y una indiferencia absoluta hacia el sufrimiento ajeno.
El resultado es un panorama global de caos, donde las decisiones no se toman por el progreso colectivo, sino por el mantenimiento del control absoluto.
Los ejemplos abundan y son alarmantes. En América Latina, líderes como Miguel Díaz-Canel en Cuba perpetúan un régimen opresivo que ahoga la libertad y condena a millones a la pobreza extrema, bajo el pretexto de una ideología caduca. Nicolás Maduro en Venezuela ha transformado un país rico en recursos en un estado fallido, con hiperinflación, éxodos masivos y represión brutal, todo mientras se enriquece a costa del hambre de su pueblo. Gustavo Petro en Colombia, con sus políticas polarizantes, ha generado divisiones internas que amenazan la estabilidad, fomentando un clima de incertidumbre y conflicto. Daniel Ortega en Nicaragua ha convertido la nación en una dictadura familiar, silenciando opositores con violencia y manipulando elecciones para perpetuarse en el poder.
Más allá del continente americano, Netanyahu y el propio Donald Trump son ejemplos de gente con patologías mentales en el poder. Vladimir Putin en Rusia representa el arquetipo del psicópata expansionista: su invasión a Ucrania no solo ha causado decenas de miles de muertes, sino que ha desatado una crisis energética global, inflación y un resurgimiento del miedo nuclear. En Oriente Medio y Asia, los aparatos gobernantes de Irán, Corea del Norte y China operan con una frialdad calculada, suprimiendo disidencias internas mientras exportan inestabilidad.
El régimen teocrático iraní financia terrorismos que siembran el caos en la región; Kim Jong-un en Pyongyang mantiene a su población en la miseria absoluta para financiar un arsenal nuclear; y el Partido Comunista Chino, bajo Xi Jinping, ejerce un control orwelliano que incluye genocidios culturales, como el de los uigures, y una agresividad territorial que pone en jaque la paz en el Indo-Pacífico.
Pero permitidme detenerme en un caso que ilustra cómo esta patología se infiltra incluso en democracias consolidadas: Pedro Sánchez en España. Este líder, que se presenta como un demócrata progresista, ha demostrado una y otra vez que su prioridad no es el bienestar nacional, sino su supervivencia política a cualquier costo.
Sánchez ha pactado con separatistas y ex terroristas para mantenerse en La Moncloa, erosionando la unidad del Estado español y socavando instituciones clave como la justicia y la monarquía. Sus políticas económicas erráticas han incrementado la deuda pública a niveles insostenibles, mientras que sus maniobras legislativas —como la amnistía a independentistas catalanes— han generado un clima de división y desconfianza que roza el colapso institucional.
España, una nación con un legado histórico de resiliencia, se encuentra ahora al borde del fracaso como Estado unido y funcional, víctima de un gobernante que prioriza el poder personal sobre la cohesión social. ¿Es esto democracia verdadera, o una fachada para un autoritarismo disfrazado?
Estos casos no son aislados; forman un patrón global. Los psicópatas en el poder no solo destruyen sus propios países, sino que contaminan el ecosistema internacional. Provocan guerras, como en Siria o Yemen; fomentan el odio a través de propaganda divisiva; y perpetúan injusticias que llevan al hambre y la muerte, como en las crisis humanitarias de Venezuela o Ucrania.
Han diseñado un "poder asqueroso" sin rendición de cuentas, con parlamentos comprados, medios controlados y judicaturas manipuladas.
¿Cuántas vidas más se perderán antes de que actuemos?
La solución pasa por reformas radicales. Necesitamos implementar controles éticos obligatorios para candidatos políticos: evaluaciones psicológicas independientes, auditorías financieras transparentes y mecanismos de revocatoria popular.
Organizaciones internacionales como la ONU podrían liderar estándares globales, pero también los ciudadanos debemos exigirlos en nuestras naciones. No se trata de cazar brujas, sino de proteger la humanidad de aquellos que carecen de la empatía básica para gobernar.
Mantener a los políticos psicópatas lejos del poder no es una opción, sino una imperiosa necesidad de supervivencia. Si no actuamos ahora, el mundo que legaremos a las futuras generaciones será uno de ruinas, marcado por el legado de locos y canallas que pudimos —y debimos— detener a tiempo.
La historia nos juzgará por nuestra inacción.
Francisco Rubiales
