Es muy probable que sea una cuestión de morbo, pero la parte que más me moviliza el alma a la hora de visitar un hospital es cuando veo a las personas que están ahí por una desgracia. Los llantos y la desesperación en sus movimientos, la certeza de seberse simples e inutiles mortales sin más nada que hacer que la resignación. Alguna vez estuve en ese lugar: hace años detectaron a mi hijo una insuficiencia renal que, hasta dar con el diagnóstico exacto, se especularon otras probabilidades bastante negativas. Al día de hoy y haciendo algo de esfuerzo puedo dar con esa sensación: la tolerancia de dejar en manos del tiempo la vida de alguien a quien amamos extremadamente.
Entonces ocurre que en las eventualidades clínicas que me visitan cada tanto reparo en las escenas más tristes. La hipótesis de la muerte trae consigo una aventura tan indeseable como poética. Hace unos años trabajé tercializado en un hospital de la capital de Argentina. En varias ocasiones desarrolle la labor en el sector de pacientes con enfermedades terminales. Allí pude armarme de una coraza que a punta de callos hizo que vea la vida como un prestamos personal con fecha de devolución. Los pacientes vivían sus últimos días con una maravilla envidiable, sabios moribundos que enseñaban en cada carcajada el disfrute pleno del detalle gratuito, ese detalle que se nos escapa a plena luz del día en las vertientes de la rutina.
Una mañana, hablando con uno de los internos con quien tendidamente pasábamos horas debatiendo sobre filosofía, llegue a una teoría que me llevo años asimilar. El muchacho era Abel, de veinte años. Los especialistas le dieron tres años de vida - de una día para otro te despiertas y alguien te dice que te quedan poco más de dos años para vivir. Una oscuridad inmensa te atraca a mitad del pecho - me dijo Abel esa mañana. Entre otras cosas el joven me enseñó que llenar un vacío tan inmediato es la parte más positiva entre el drama de lo inevitable.
Aquella mañana, por alguna razón, salí del hospital y en un cuaderno de notas que siempre llevo conmigo sentencie una teoría que al día de hoy me seguía dando vueltas:
"TODOS NACEMOS CON UNA ENFERMEDAD TERMINAL: LA MISMISIMA VIDA"
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