Nunca he sabido muy bien a qué responde ese término que dicen acuñó Henry Kissinger y que se describe como la erótica del poder. Intuyo que aquel muñidor secretario de Estado norteamericano, todavía vivo, 96 años lo contemplan, quiso referirse con ello a lo afrodisíaco que puede resultar eso de mandar para quien lo ejerce y para el que está próximo a quien tiene esa capacidad de decisión. Eran otros tiempos, ciertamente, en los que una electrizante Marilyn Monroe le cantaba el cumpleaños feliz al todopoderoso John F. Kennedy, tanto en público como en privado. Todos conocemos casos no solo de políticos, también de banqueros, empresarios, artistas, literatos e incluso científicos, que se han unido en un periodo de su existencia a una persona ‘de buen ver’. Suelen ser hombres, sobre todo y generalmente, quienes deben de creerse tan atractivos para revelarse como irresistibles ante las mujeres, por lo que estas, supuestamente, no tienen más remedio que caer rendidas a sus ‘encantos’. Lo sorprendente del caso es que esto ocurra con individuos a los que se les presupone una inteligencia superior a la del común de los mortales. Es lógico, por tanto, que muchas de estas peripecias sentimentales concluyan de la peor manera posible, es decir, en naufragio.
Hay quien asegura que el poder suele idiotizar a la gente. Supongo que habrá excepciones, por supuesto. Desde tiempo inmemorial, el ser humano quiere ser alguien importante. Es algo que suele ir intrínseco a su propia condición. Basta con asignarle a cualquiera una mínima responsabilidad, que le otorgue mando en plaza, para que se convierta en capitán general de lo suyo. Valga como ejemplo el portero de un local, un aparcacoches o cualquier funcionario en cualquier ventanilla de un centro oficial.
Dicen los expertos en psicología que lo más peligroso es un inseguro con poder en su manos. El dramaturgo Albert Boadella habló en cierta ocasión, con evidente retranca, de una nueva especie: la del tonto ilustrado. Hay gente con raciocinio que llega a ejercerlo buscando el bien común para la colectividad, pero también quien anhela ir a lo suyo, aguantar y mantenerse, cueste lo que cueste. Decía Gonzalo Torrente Ballester que el poder más peligroso es el del que manda pero no gobierna. Se debió de referir el autor de ‘Los gozos y las sombras’ a aquellos llamados poderes fácticos, esos que todos intuimos siempre emboscados entre bambalinas, controlando al gobernante de turno para que, a ser posible, cambie todo para que nada cambie, en consabida máxima lampedusiana.
Que el poder es una sustancia altamente adictiva lo saben hasta los niños. Sin embargo, nadie nace líder, como tampoco se nace siendo escultor, taxidermista o registrador de la propiedad. La vida es un proceso continuo de aprendizaje. Y en ese adquirir conocimientos hay quien se empapa mejor de las enseñanzas y quien, por contraste, funciona improvisando día tras día, apelando a su suerte que, como se sabe, viene a ser el último refugio de la pereza y la incompetencia.
Lo sorprendente en estos tiempos que corren suele ser lo temerarias que pueden llegar a resultarnos algunas personas a lo hora de aspirar e instalarse en cargos públicos. Da la sensación de que cualquiera vale para ostentar -o más bien detentar en según qué casos- cualquier puesto. No es de extrañar que luego lleguen las hecatombes y los cataclismos, que ellos mismos no consiguen atisbar y menos explicarse, aunque muchos se lo estuvieran advirtiendo con más que suficiente antelación. Si hay algo que resulta axiomático para encasillar a algunos de estos políticos contemporáneos es compararlos con los libros que se colocan ordenados en los estantes de una biblioteca: resulta que, en general, los que suelen estar ubicados en los lugares más altos de la misma, son los que menos sirven. Aunque en política, como en la vida misma, existan honrosas y señaladas excepciones. ¿Cierto o no?