Los quince años de Stage Entertainment en España y la gala -fantástica- que se ha celebrado en el teatro Lope de Vega me sirve para volver, una vez más, a verter algunas reflexiones sobre el teatro musical, un género con partidarios fanáticos y furibundos y obstinados enemigos. Lo primero que tengo que decir, y fue mi principal pensamiento durante la gala, es que hay en España un inmenso talento, y se vio sobre el escenario, donde se reunieron en una misma noche artistas de varias generaciones con una extraordinaria calidad, a los que es preciso arropar, alentar e iluminar. Perdonad la larga cita, pero sería injusto si dejara fuera a uno solo de los solistas (alguno de ellos muy ilustre) que participaron en la gala: Alberto Vázquez, Álex Arce, Armando Pita, Asier Etxeandía, Bruno Squarcia, Carlos Rivera, Carlos Solano, Damaris Martínez, Daniel Diges, Daniel Anglés, David Ordinas, Dulcinea Juárez, Elena Medina, Enrique del Portal, Eva Diago, Guido Balzaretti, Helen de Quiroga, Ignasi Vidal, Innocence, Juan Carlos Barona, Julia Möller, Lydia Fairén, Manuel Bandera, María Adamuz, Marta Ribera, Marta Valverde, Miquel Fernández, Mireia Mambó, Mónica Goba, Nando González, Natalia Millán, Nina Pablo Puyol, Paco Arrojo, Paloma San Basilio, Patricia Paisal, Paula Sebastián, Sakhile Mthembu, Santiago Segura, Sergi Albert, Sizwe Mntambo, Talía del Val, Teresa Cora y Víctor Díaz.
Está claro que sin materia prima no se puede cocinar un buen plato, y sin todo este talento no se hubiera podido alcanzar en algo menos de dos décadas el extraordinario nivel en que se encuentra el teatro musical en España (en líneas generales, siempre hay excepciones). No nos engañemos: ni la Gran Vía es Broadway ni lo será nunca. Pero el gran salto cualitativo que Stage (antes Rock&Pop y CIE) dio al musical español fue dotar a sus producciones de una calidad equivalente a la de Broadway o el West End londinense.
En España siempre ha habido musicales, tal y como se entiende ahora el término -porque musicales son nuestras zarzuelas y nuestras revistas-, en su concepto anglosajón. De los años cincuenta hasta ahora recuerdo títulos como «Al sur del Pacífico» (montada por otro gran defensor de los musicales, el inolvidable José Tamayo), «El hombre de La Mancha», «Sonrisas y lágrimas» y, que yo haya llegado a ver, «Jesucristo Superstar», «Evita», «Annie», «Barnum» o «Los miserables»; incluso se estrenaron curiosos productos autóctonos, como «Lovy». En mi recuerdo eran producciones de gran calidad, pero la memoria tiende a idealizar el pasado... Tal vez no lo eran tanto. Pero eran, en líneas generales, apenas flor de un día. Lo que el musical ha conseguido en los últimos años en nuestro país ha sido continuidad, y para ello el papel de Stage Entertainment ha sido fundamental.
Cuando se instaló en nuestro país, Luis Ramírez -un joven empresario decidido y desafiante, incluso insensato-, había empezado a sentar los cimientos del levantamiento del teatro musical en España. Hizo mal muchas cosas, se enajenó en muchos momentos, pero puso con un impecable montaje de «El hombre de La Mancha» la primera piedra de este edificio que todos disfrutamos ahora, y aceleró el pulso de nuestra escena. Stage tomó el testigo y, de la mano de empresas como Disney o Really Useful (la productora de Andrew Lloyd Webber) hizo sus montajes, en los que la calidad y el rigor eran su primera e imprescindible regla. Hacer bien las cosas nunca es fácil, y Stage apostó siempre por hacerlas bien. Incluso con miradas recelosas de otros productores (que, curiosamente, seguían su estela) y de parte de la profesión, que no veían bien la llegada a nuestra escena de una empresa «extranjera», sin darse cuenta de que los beneficios se quedaban mayormente aquí y que podía suponer, como ha sido, una fuente de trabajo para artistas, técnicos y demás especialidades.
La aportación mayor de Stage Entertainment, bajo la batuta de Julia Gómez Cora, ha sido, desde mi punto de vista, su exigencia máxima. No ha caído en la autocomplacencia ni ha ahorrado medios. Con todos los peros que se le quieran poner, nadie puede negar que ha impuesto un modelo de producción y de trabajo que, afortunadamente, otras empresas e iniciativas han querido seguir -hay buenos ejemplos-, y de eso se ha beneficiado toda la endeble industria teatral española. Porque además el público, que hace dos décadas era mayoritariamente receloso sobre el teatro musical, respondió a esa oferta de calidad (cuando menos en el envoltorio); no nos olvidemos que eso es una muestra de respeto hacia los espectadores, que no siempre se encuentra en los escenarios. Que «El rey león», en estos tiempos y con los altos precios de sus entradas, llene sus funciones tres años más de su estreno, significa que, al menos, el trabajo está bien hecho.
Y, como no podía ser menos, esa bullente situación provocó que aflorase el talento de nuestros artistas, que esmerasen su preparación, que muchos actores comprendieran que saber cantar y bailar no estorbaba sino que sumaba, y que se podía interpretar un musical con el mismo rigor y seriedad que un Shakespeare. Y de eso también se beneficiaron las producciones y el público, en un círculo que se realimenta.
No corren buenos tiempos para el teatro; tampoco, por tanto, para el musical (que no es más que un tipo de teatro). El 21 por ciento del IVA (que siendo terrible no es, no nos engañemos, la causa de todos los males de nuestra escena) ha frenado los impulsos de varios empresarios de producir espectáculos que precisan de una gran inversión para ponerse en pie y de una gran afluencia de público para ser rentables. Por eso es de agradecer que una empresa como Stage siga empeñada en mantener el teatro musical (el teatro) en España en los niveles magníficos en que se encuentra. Hace quince años, el 2 de diciembre de 1999, yo, que como sabéis fui cocinero antes que fraile -en otras palabras, apasionado antes que profesional- estaba en el teatro Lope de Vega aplaudiendo el estreno de «La bella y la bestia». El martes estuve aplaudiendo en la gala de los quince años de Stage. Y volveré a hacerlo dentro de diez años, cuando cumplan sus bodas de plata.