Por Roberto García
Isabela de Sagua y el mar son como uña y carne.
Eso significa que su gente está acostumbrada a las mareas altas, sin
embargo me llamó la atención ver sorpresa, asombro y hasta un poco de
preocupación en algunos rostros, testigos del “llenante”, como ellos le
llaman, ocurrido el pasado 17 de octubre.
Ya se sabe que este es el
mes de las mareas más elevadas. Algunos aseguran que esto puede
extenderse hasta inicios de noviembre, pero parece que al mar esta vez
se le fue la mano, porque personas ya mayores y que siempre han vivido
allí, aseguran que hace unos 30 y tantos años hubo una marea muy alta,
pero no como esta.
Es fácil imaginar a lo que voy a referir: calles
totalmente inundadas, muebles patas arriba en las viviendas,
embarcaciones que dejaron el fondeadero para ocupar el parqueo de algún
auto, y claro está, nadie, nadie con zapatos ni pantalones largos.
Los
de imaginación más ligera dicen que se aceleró el calentamiento global y
que la subida del mar ya deja poco tiempo para preparativos. Los más
pesimistas aseguran que ahora sí llegó el final del poblado, y que esta
es una señal para que los isabelinos se retiren un poco más tierra
adentro.
Pero si tenemos en cuenta otros elementos, llegaremos a la
conclusión de que no es para tanto. Fríamente esto puede parecer una
invasión del mar, porque ha llegado a donde no le corresponde, sin
embargo en este último punto uno puede equivocarse.
Recordemos que
Isabela es una península muy baja, y artificial en buena medida. Parte
de su tierra, aparentemente firme, salió del fondo del mar cuando
ocurrió el dragado de la zona portuaria, y mucho antes, hasta se vertió
allí lastre de incontables embarcaciones que llegaban sin carga.
Por
eso, al parecer se trata de que el agua salada todavía extraña su
espacio, solo que no había tenido oportunidad para una visita tan
efusiva. Y posiblemente ha estado en contubernio con otros socios, como
los ciclones, que han hecho aún más daño, sin que los pobladores se
dieran por vencidos.
Pues claro que no es el final. Los isabelinos
aún tienen mucho más que agradecerle al mar, que lo que pudieran
reprocharle, de modo que este reclamo desde el Atlántico será otra vez
pasajero. Calafatearán sus casas si fuera necesario, porque así son
Isabela y el mar: como perla y ostra.
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