El amor, la nostalgia y, por supuesto el acto de leer ocupan la mayor parte de los relatos. Y por ese orden. De ello tiene mucha culpa tanto la floreciente época del año como el entorno en el que se celebra este encuentro entre palabras, hojas, lectores y autores. Podría decirse, incluso, que el Parque de El Retiro y la Feria del Libro forman una simbiosis que hace explotar los corazones: un lector cuenta que, por ejemplo, tuvo allí su primera cita. Eso ocurrió hace ocho años y dentro de un mes se casará con la misma mujer que conoció entonces. Tiene su mérito un noviazgo tan longevo y eso debería demostrar lo sólidos que son los lazos que se forjan sobre la cultura.
Hay muchos más ejemplos románticos. Como el de una lectora que casi calcula sus 16 años de felicidad conyugal en función de las Ferias a las que ha acudido y menciona para su escarceo supremo un escenario muy cercano: la Cuesta de Moyano. La evocación aflora a la par que los amoríos, aunque en este caso surge por dos motivos: el humano y la ciudad de Madrid, a la que quienes están ahora lejos se refieren con una añoranza extraordinaria.Recuerdos que van desde aquellas personas que aún piensan que los coches circulan por el interior del parque hasta aquellos lectores que agradecen a sus antepasados el hecho de que les hicieran sentir esa pasión por la literatura. En cuanto al contacto con los autores, hay casos muy jugosos. El de un joven a quien no le llegaba el dinero para comprarse la novela que quería de Gonzalo Torrente Ballester, quiso llevarse otra y al final el escritor le dio 200 pesetas de su propio bolsillo para que se llevara la anhelada Dafne y ensueños.
Otro que le dijo a Saramago que su novela Ensayo sobre la ceguera era muy dura y el lusitano le respondió; «Ah, más dura es aún la vida». La medalla de oro, se mire como se mire, se la llevo un hombre que siendo un crío, «oyó campanas» sobre un libro con un título muy extravagante: El Kamasutra. Se lo pidió a su madre con ocasión de la visita a las casetas y ésta se rió bien a gusto, aunque no tanto como cuando se lo contó a Pedro Ruiz mientras éste le firmaba un ejemplar de uno de sus libros de humor.
Hay risas –las del humorista y las de la madre, en este caso- que no pueden olvidarse jamás. Para terminar con este viaje por los recuerdos y las anécdotas culminamos con un ejemplo sencillo sobre cómo pueden los libros despertar una ilusión. Nos cuenta un amante de los libros que hace años, junto a su novia, decidieron hacerse unos billetitos en los que ponía: «vale por un libro». Año tras año mantuvieron esa costumbre y cuando tuvieron una hija y ésta creció, llegó el día en que ella también recibió el billetito.
Aquel gesto improvisado creó no sólo una una lectora, sino sobre todo una ciudadana feliz. ¿Acaso pudieron hacerle mejor regalo?
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