Cuando era niña y visitaba la Colonia Tovar, en Venezuela, me fascinaba entrar a la tienda de relojes de cucú alemanes. Esperaba con emoción los cuartos de hora para ver asomar a los pájaros anunciando el paso del tiempo, y a la hora en punto regresaba para ver a los bailarines bávaros, girando en una pequeña fiesta mecánica: todo un arte de péndulos, cuerdas y engranajes para la tan esquiva medición del tiempo.
En casa de mis abuelos, en cambio, el tiempo se deslizaba a picotazos. Abuela tenía un reloj de cuerda en su mesa de noche que mostraba un gallo que movía el cuello cacareándole a los minutos y te despertaba cantando como los reales. Así aprendí que el tiempo no solo se mide, también se contempla, se escucha, se espera y te despierta.
El tiempo siempre nos ha fascinado…
Lo hemos contado con sombras y campanadas, con granos de arena, con pulsos de cuarzo, con el canto de los gallos o el abrir de una flor. El ser humano, esa criatura fugaz, ha intentado desde siempre contener al tiempo en cajas, medirlo, ordenarlo, leerlo, quizás para no sentirlo tan escurridizo. Hemos construido relojes de agua que funcionan con clepsidras y relojes de sol, pero hay otros relojes que no se conforman con marcar la hora exacta. No son los que llevamos en la muñeca ni los que revisamos en la pantalla del móvil, sino aquellos que cuentan historias y asombran por su poética, por su ingenio o por su rebeldía.
El reloj floral de Linneo: cuando las flores eran manecillas
En el siglo XVIII, el naturalista sueco Carl Linnaeus propuso un reloj viviente: un jardín cuya precisión horaria se basaba en la apertura y cierre de distintas especies de flores según la hora del día. Lo llamó Horologium Florae, o “reloj de las flores”.
La idea era simple y hermosa: cada flor tiene un ritmo natural, un reloj biológico que la hace abrir sus pétalos a determinada hora. Así, el diente de león se abre a las 7:00 a.m., la gazania a las 9:00, la caléndula se cierra al mediodía. En conjunto, ese jardín se convertía en una esfera de tiempo viviente, en la que la naturaleza misma era el minutero.
Aunque funcionaba mejor en condiciones climáticas constantes, como las del verano sueco, la idea de Linneo fue una manera exquisita de sincronizar el tiempo humano con el ritmo vegetal del mundo. Una invitación a mirar la vida no con prisa, sino con atención.
El reloj al revés de Túnez: tiempo en el exilio
Testour es la ciudad tunecina donde se dice que el tiempo corre hacia atrás. Todo se debe a que cuenta con un reloj, más propio de un campanario que de un minarete. Y por si no fuera suficientemente exótico, sus manecillas giran hacia atrás. Este reloj invertido, según la leyenda, representa la nostalgia de los moriscos por su pasado. Al haber sido expulsados de España tras la Reconquista, se dice que querían expresar que en el exilio el tiempo transcurre distinto, que se vuelve inverso o detenido. El reloj “al revés” es entonces una metáfora de lo que significa estar lejos de casa, de tener que construir nuevas formas de medir lo cotidiano cuando todo ha cambiado. No es un error técnico, es un acto poético: el tiempo que no avanza, sino que se dobla sobre su propia herida.
Otros relojes que encantan
• El reloj astronómico de Praga: construido en 1410, es un espectáculo de engranajes, signos zodiacales, fases lunares y figuras animadas que desfilan cada hora. No solo marca la hora, sino también la posición del sol y la luna, como si el universo entero girara sobre una plaza medieval.
• El reloj de arena de Ueno, en Tokio: una estructura moderna y monumental, donde toneladas de arena caen lentamente para simbolizar el paso del año. Es hipnótico y sereno, una forma de mirar el tiempo como flujo y no como prisa.
• El reloj de Salvador Dalí: aunque no existe físicamente, su imagen de relojes derretidos en La persistencia de la memoria ha marcado para siempre nuestra concepción del tiempo como algo relativo, flexible, casi onírico. Un tiempo blando.
Al final, se trata de medir lo inmedible
Nos empeñamos en medir el tiempo con agujas, minuteros, satélites atómicos o calendarios de Google. Pero el tiempo es un hilo más escurridizo que el agua. Nos atraviesa, nos transforma, nos moldea. ¿Cómo se mide el momento exacto en que alguien cambia de opinión? ¿O el instante en que un amor comienza a desvanecerse? ¿Qué reloj cuenta los segundos que tarda una lágrima en caer?
Quizá por eso nos fascinan estos relojes que no se conforman con marcar la hora exacta, sino que nos cuentan algo más: la memoria de los exiliados, la precisión silenciosa de las flores, el ritmo del cosmos o el arte de esperar.
En el fondo, todos los relojes son intentos de hilvanar lo efímero. Como hilanderas del tiempo, tejemos nuestras vidas en torno a ellos. Y en ese tejido, tal vez —solo tal vez— logramos darle un sentido a lo fugaz.
“El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.”
— Jorge Luis Borges
Entonces en un intento de domar al tigre, represar el río y contener el fuego nació el reloj.


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