Cuando hace algo más de dos mil años, Melchor, Gaspar y Baltasar firmaron en Oriente su primer contrato de trabajo como Reyes Magos, se encontraron solos en el gratificante negocio mundial del reparto de ilusión a los niños de cualquier país y condición. Siglos después y por sorpresa, les apareció un orondo competidor venido del Norte y ataviado con un grueso pijama rojo con blancos ribetes que parecían de algodón, que era experto en el marketing de la televisión y que adoptó diferentes nombres (Papa Noel, Santa Claus, San Nicolás, etc.) según los países que visitó. La guerra comercial en el mercado de la fantasía y la emoción había comenzado, aunque ninguno de ellos sospechaba entonces que aquella larga y amigable rivalidad derivaría muchos años después en la irrupción de otros competidores que desatarían una agresiva y multitudinaria revolución.
Es bien cierto que cualquier negocio basado en ofrecer al consumidor algo por nada, sino antes si después, estará llamado comercialmente a triunfar pues no es costumbre en las transacciones mercantiles él no cobrar por los productos o servicios propuestos, lo que en definitiva es como regalar sin más contraprestación. Si además el cliente final es tan inocentemente agradecido como lo son los niños, la pervivencia del negocio estará secularmente asegurada con una pequeña excepción que afecta sensiblemente a la cuenta de explotación: ¿Quién financiará los juguetes repartidos?.
Este problema no pudo tener una mejor solución que la de franquiciar la compañía nombrando tantos delegados como padres de criaturas hubiere, quienes en pago de sus risas y alegrías sufragarían al contado y sin más discusión los regalos entregados, llegando así a lograr configurar la fórmula mágica que se convirtió en éxito arrollador.
Pero todo éxito nunca es ajeno a su inevitable difusión entre quienes buscan ideas para prosperar y carecen, tanto de ellas como del pudor ante la zafia copia de lo que ya tiene un dueño y señor. Para ellos, solo era necesario cambiar algunas de las piezas del triunfal entramado y así reproducir descaradamente un negocio milenario y universal que ha llegado a convertirse en una burla a la razón.
En principio fue necesario abaratar costes, cambiando el producto (los juguetes) por un servicio que ofreciese los mismos anhelantes resultados al consumidor: habría que vender directamente la ilusión. ¿A quién…?. Pues a los padres de los niños que, aunque adultos, seguro es que no se resistirían a una mágica propuesta como es la de la consecución del éxito sin esfuerzo (basada en alquimistas recetas cuya argumentación solo tenia amparo en la manipulable emoción). ¿Y quién lo debía financiar?. Nadie ejercería de mejor franquiciado pagador que las empresas en donde trabajaban los esperanzados progenitores, siempre en busca de alcanzar un resultado profesional mejor. Y todo ello además, logrando desestacionalizar la facturación.
Se había inventado el Showching (definido en… “¿Coaching o Showching…?”) para arrebatarles a los Reyes Magos y a Santa Claus el monopolio de la venta de ilusión en forma de humo envasado en un tarro de cristal cerrado a presión (ver video pinchando en la imagen de encabezamiento de este post).
¿Quién ha sido finalmente el culpable de esta mala falsificación…?.
Saludos de Antonio J. Alonso