Estos japoneses de gran cortesía, que hacen tantas reverencias, son depredadores de ballenas, pero como les han extendido la prohibición de cazarlas se han vengado quitándoselas también a los esquimales.
Que nadie se asombre de esta pataleta insolidaria: las encantadoras reverencias nacieron para evitar que el contacto físico robe las energías positivas que, según creen, alberga el ser humano. Puro egoísmo.
Con su enfado, el país de 126 millones de habitantes ha privado de su principal medio de subsistencia a la mayoría de los 115.000 esquimales que quedan en Alaska y Siberia; solamente se ha permitido que algunos canadienses, rusos y groenlandeses puedan capturar unos 230 ejemplares anuales, menos que los que aún mata Japón con fines “científicos” para vender en los mercados.
Los japoneses le había pedido a la Comisión Ballenera Internacional (CBI), reunida hace unos días en Tokio, que les permitiera reiniciar la caza industrial de esta exquisitez, que se sumaría a la de fines “científicos”. Aunque compró el voto de muchos países pobres, no lo consiguió: de ahí su venganza.
La egoísta reverencia japonesa hace comprensible todo un sistema de valores, y los coléricos resabios de su diplomacia, como la revancha antiesquimal, son vestigios de la antigua sociedad violenta que todavía permanece en este moderno país.
Los esquimales, en mayor peligro de extinción que las ballenas, deberían cazar las que necesiten, y los japoneses dar la mano: es un gesto más generoso e igualitario que la reverencia.