- Foto: Antonio Hernández
Ya me advirtió el autor, cuando me planteó que yo sería uno de sus personajes de su próxima novela, que se trataría de dar vida a un hacendado, un tipo de dinero y con mucha influencia. Vamos, como lo que soy en la vida real. Nunca pude sospechar que Jerónimo Tristante me convertiría en un miembro destacado de la pujante nobleza criolla, que floreció con el pingüe negocio del azúcar, en aquella Cuba que con tanto tino y acierto nos detalla. Un tipo que vivía en una gran mansión, con ama de llaves y abundante servicio, y al que describe como alto, canoso, en la cincuentena, de rostro sereno y agradable sonrisa. Ahí sí que creo que ha dado en el clavo y que realmente pensaba en mí cuando desmenuzaba al personaje.
Otra de las agradables sorpresas que me ha proporcionado la lectura de esta novela es que el autor me relacione sentimentalmente con Gemma, mi esposa en la ficción, que no es mulata, dice, pero tiene herencia africana. Le alabo el gusto y le agradezco que me sitúe junto a esa mujer exhuberante, guapa y de formas redondeadas.
Puedo asegurarles que llegar a un país desconocido, siendo huérfano y sin tener dónde caerse muerto, no es plato de gusto para nadie. Tampoco lo fue para mí, quien con 14 años dejé mi Tomelloso natal para, como mi ilustre paisano, el gran pintor realista Antonio López, buscarme la vida lejos de allí, tras deshacerme de dos mulas y de la casa familiar que me tocó en la herencia paterna.
Aquella Cuba que conocí entonces me distanció de España, país al que ya en mi madurez consideré atrasado. Y vivir en una gran casa se correspondía con mi forma de ser y ver la vida: ilusionado por el futuro, colorista, multiétnico y estrechamente relacionado con los EEUU de América. Ello hizo concluir al protagonista, Víctor Ros, contemplando este panorama, que la desconexión de Cuba con España sería algo inminente. Decir que uno vive en una “humilde mansioncita” no deja de ser una forma de conservar ese sentido del humor hispano, a pesar de la distancia, siendo como soy un destacado miembro de lo que Tristante llama la sacarocracia cubana.
También le agradezco al autor la vinculación que me proporciona con el periodismo, mi oficio de siempre, aunque desde una perspectiva mucho más lucrativa que yo ya quisiera: como accionista de un diario de allí, al que denomina El País, y ejerciendo la protección de un joven periodista.
Que me haga simpatizar con los rebeldes que aspiraban a pelear por la independencia de la colonia me otorga una cierta equidistancia cuando, al ser interrogado por ello, respondo a la gallega con aquello de poner huevos en distintos cestos y jugar a distintas barajas; ya saben, la Administración española y los negocios, con los norteamericanos.
En cuanto a la esclavitud, mirando de reojo la rebelón en el vecino Haití, sostengo desde mi atalaya que ese sistema execrable nos salía mucho más caro a los propietarios, si bien me ratifico en que, como dice Víctor Ros de mi personaje, soy liberal, amante del cambio pero no de las revoluciones.
Me encantan los buenos restaurantes, como el Internacional, donde enseñar al protagonista de la obra a degustar un buen mojito. Un lugar en el que tener siempre una mesa reservada y comer de cuchara un potaje con frijoles.
En resumen, que me identifico con Manuel Segura Verdú, con este de la novela tanto como conmigo mismo, como no podía ser de otra manera. Y agradezco a Jero su inmensa generosidad por hacerme pasar a la posteridad con la elegancia y distinción con que me ha retratado.
*Extracto de mi intervención en la presentación de la novela ‘Víctor Ros y los secretos de ultramar’, de Jerónimo Tristante, celebrada el 13 de mayo de 2021 en el Aula de la Fundación Mediterráneo de Murcia.